martes, 25 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / Mangonga

Black face
Cassia Lupo

Rubem  Fonseca
BIOGRAFÍA
MANGONGA

Soy un hombre hecho de fracasos.
Mi búsqueda continuó con Mangonga. Él sí se puso alegre al volver a verme. “Querido”, dijo, “ahora tengo una cita, pero tenemos mucho que platicar. Pasa hoy por la noche a mi casa. A las nueve, no lo olvides”, y me dio su dirección.
A las nueve yo estaba ahí. Mangonga, en calzoncillos, me abrió la puerta. Era una fiesta. “Nadie aguanta este calor”, dijo. Los otros, seis mujeres y cinco hombres, parecían sufrir también los efectos del calor, pues todos estaban en paños menores. Una mujer bailaba un ritmo de macumba al son del tocadiscos. Mi llegada fue saludada con alegría general y luego una señora me agarró del brazo y dijo: “Me llamo Izete, soy tu pareja. Soy hija de japonés y amazonense y tengo alma de geisha.”
“Mangonga”, dije, “necesito hablar contigo.”
Puso un vaso en mi mano. “Vamos a hablar mucho, jovenazo; pero no ahora ¿no ves que estoy ocupado?” y empezó a besar a una fulana de bragas y sostén negros y unos aretes tan largos que le rozaban los hombros.
La geisha empezó a quitarme la ropa. “¡Mangonga!”, grité, pero había desaparecido. Con excepción de la geisha nadie me ponía atención. Todos se reían; el tocadiscos tocaba altísimo.
Poco después ya me había bebido tres vasos de la porquería que la geisha me daba y estaba sin camisa y sin zapatos. “¿Qué pasa contigo?”, preguntó la geisha.
“Necesito hablar con Mangonga.”
“Ya tendrás tiempo de hablar con él. Ahora ve si te animas. ¿O hay algún problema? No tienes pinta de marica, ¿de casualidad no eres joto?”
Le expliqué que no, que necesitaba hablar con Mangonga, que yo, además, no estaba  acostumbrado a hacer aquello en conjunto.
“¿Vas a decirme que nunca has estado en una orgía?”
“No. Nunca. Tanta gente junta, esto me da un cierto...”
“Podemos quedarnos solos en uno de estos cuartos. Esto está lleno de cuartos.”
“Pero necesito hablar con Mangonga.”
“Después hablas con él. ¡Serás el Bendito!”
“Discúlpame.”
“No es una disculpa lo que quiero. Mira, hablas después con
Mangonga. A propósito, ¿quién es Mangonga?”
Antes de que le respondiera, un sujeto se aproximó y preguntó: “¿Qué tal, se están divirtiendo?” Bailaba al son del tocadiscos, con un vaso en la mano. “Más o menos”, respondí. Se balanceó: “Hoy bailo hasta el himno nacional. ¿Quieres cambiar de mujer?” Jaló a una rubia que estaba cerca: “Una rubia por una morena. Cambiar, cambiar siempre, ésa es mi filosofía de la vida.” Me volví hacia la geisha: “Este tipo quiere que te cambie por la rubia.” “¿Ya?, aún no hemos hecho nada.” “Ni lo vamos a hacer.” “Caballero”, dijo la geisha al tipo que bailaba con el vaso en la mano, “el cambio está hecho.”
“Necesito hablar con Mangonga”, dije a la rubia en cuanto nos quedamos solos.
“¿Quién es Mangonga? Nunca más volveré a una orgía. Es algo horrible.”
“Ya lo creo.”
“¿Entonces por qué has venido?”
“Necesito hablar con Mangonga. ¿Y tú por qué has venido?”
“¿Quién es el Mangonga?”
Mangonga había huido.
“Oiga”, dije a un sujeto de anteojos sin aro.
“Oiga”, respondió, “mi resaca empezó antes de tiempo.”
“¿Dónde está Mangonga?”, pregunté.
“¿Cuál Mangonga?”, respondió.
“Mangonga, el dueño de la casa”, expliqué.
“El dueño de la casa no se llama Mangonga.”
“¿Cómo que no se llama Mangonga? Él me invitó, me abrió la puerta; un tipo barrigón.”
“¿Barrigón? Casi todo el mundo aquí es barrigón; hasta las mujeres.”
“Mangonga, el dueño de la casa”, insistí.
“El dueño de la casa es aquél que está ahí. Tiene la manía del himno nacional; se excita oyendo el himno nacional, no puede ir a la cama con alguna mujer sin oír el himno nacional. Un tipo peculiar.”
“¿Él es el dueño de la casa?”
“Sí.”
“¿Y el Mangonga, el barrigón?”
“Yo estoy barrigón.”
“Él está más.”
“Lo dudo”, dijo él, levantándose; su barriga era enorme, caía sobre las piernas.
“Tienes razón. Tú ganas. ¿Dónde está él?”
“¿Quién?”
“El Mangonga.”
“No lo conozco.”
Busqué en todos los cuartos. No había ni señal del Mangonga.
Fui hacia el sujeto que tocaba el himno nacional. Lo sacudí. “Hey, hey.” Abrió los ojos: “¿Qué hay, amigo?”
“¿Conoces a Mangonga?”, pregunté.
“¿Cuál Mangonga?”
“Un tipo que estaba aquí en la fiesta. Él me invitó.”
“No sé quién es”, dijo moviendo la nariz.
“Quizá lo conozcas por su nombre. ¿Eres el dueño de la casa?”
“Sí.”
“Fue el que me abrió la puerta.”
“No lo vi.”
“¿A quiénes invitaste? Ve diciéndome y yo te digo quién es el
Mangonga.”
“Yo no invité a nadie. Fueron esas putas las que invitaron. Es mejor que les preguntes a ellas.”
Hablé con cinco mujeres que estaban en la sala. Ninguna conocía al Mangonga. Era como si no existiera.
Estaba medio borracho. Es bueno emborracharse. Dan ganas de cerrar los ojos y respirar hondo. Era una pena que el desorden fuera tan grande. El dueño de la casa cantaba el himno nacional al tiempo que bailaba completamente desnudo. Qué calor hacía. El hijo de puta del Mangonga se había ido. Fui con el tipo que estaba con la geisha y le dije: “Devuélve a la geisha, si no acabo con la fiesta.” “Debería estar feliz”, dije a la geisha, pues ya había bebido bastante. Pero no lo estaba. El hombre es un animal solitario, un animal infeliz, sólo la muerte puede ponernos de acuerdo. La muerte será mi sosiego. Mangonga, ¿a dónde se fue nuestro tiempo de jóVenes?, era bueno, era mágico, volábamos, resucitábamos como Jesucristo  y tampoco teníamos ni biblioteca, ni enciclopedia británica, la vida sin enredos, sin religión, ay, qué ganas de llorar, mi niña de ojos rasgados, déjame llorar en tus hombros, por el amor de Dios, así, por el amor de Dios, no te burles ni me rechaces mientras lloro en tu pecho, gracias, qué alivio, deja que solloce como un niño, qué paz, amiga mía, qué olvido, eres buena, te amo, qué ganas de morir ahora, ahora que estoy feliz, morir ahora que encontré... pero no he encontrado, no he encontrado, de qué sirve fingir, odio a la gente, el dolor está hecho de pequeños alivios, el hombre es podredumbre, Pascal, cloaca del universo, una quimera, no sirve fingir, el mañana siempre es igual, caminamos erguidos por la calle, la amargura nos devora, ¿de qué sirven los pequeños alivios? Desgraciados instintos, preparamos cuidadosamente nuestra propia pudrición, las visceras están escondidas y Dios no existe. Qué misión (horrible), qué condición.


Rubem Fonseca, “El enemigo”, Los prisioneros (1963)


martes, 18 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / La muchacha del balcón

Ilustración de Triunfo Arciniegas
Rubem  Fonseca
BIOGRAFÍA
LA MUCHACHA DEL BALCÓN

Dije que sólo me gustó Aspásia, pero no es cierto; cuando pienso en Aspásia pienso que sólo me gustó ella, pero cuando pienso en la otra sé que eso no es cierto. Hubo otra muchacha: me enamoré de ella antes incluso de ver el blanco de sus ojos. Me quedaba viéndola desde lejos, mientras ella, desde su ventana, veía algo que debía ser el mar. Desde donde estaba veía el balcón, el comedor y el dormitorio. Dos veces por semana él venía a verla. En esos días ella se pintaba un poco, se sentaba en la sala y esperaba; después, cuando menos pensaba, aparecía, a veces al caer la noche, otras veces mucho más tarde, cuando yo estaba ya cansado de esperar; metía la llave en la puerta, entraba en la sala, no la besaba ni la saludaba, se quitaba el saco, lo colocaba en el respaldo de la silla y se iba al cuarto.

Al día siguiente ella tardaba mucho en aparecer en el balcón; cuando aparecía yo me concentraba y decía muy bajo, mira hacia acá, mi amor, mira hacia acá, mirándola sin parpadear, hasta que los ojos me ardían. Ella nunca me veía, ni siquiera miraba hacia donde yo estaba. Compré un papagayo, lo llevaba hasta el balcón, para ver si ella me miraba; pero el papagayo no decía ni una palabra y ella seguía mirando el mar. Compré una corneta; cuando ella apareció soplé la corneta con todas mis fuerzas; no salió ni el menor sonido; soplé, hasta que me quedé tonto. No tenía fuerza, hacía dos días que no comía: me tomé dos yemas de huevo, me comí una rebanada de pan con mantequilla, una lata de salchichas, seis plátanos y volví al balcón y soplé; soplé sin conseguir sonido alguno, hasta que quedé mareado y vomité todo. Acostado en la cama, todavía con el gusto ácido del vómito en la boca, pensé: debe ser ciega, por eso no me ve; lo único que tengo que hacer es ir a hablar con ella. Salí corriendo de la casa y subí, sin la menor indecisión, en su edificio. Toqué el timbre. Ella abrió la puerta. De inmediato le dije, jadeante, pues había subido por las escaleras, “sé que eres ciega, siempre te veo desde el edificio de la Buarque de Macedo, quería decirte que soy tu amigo.” Fue entonces cuando ella me interrumpió: “no soy ciega, ¿de dónde sacaste esa idea tan idiota?, ¿estás loco? No te conozco, nunca te he visto.” Pensé que me moría; me agarré de la pared para no caerme, y cerré los ojos. “¿Cómo te llamas?”, me preguntó. Le dije. “Veamos”, continuó, “cuéntame bien esa historia.” Allí, de pie en el corredor, le conté todo: “siempre te veo en el balcón y me enamoré de ti.” “No necesitas ponerte rojo”, dijo sonriendo, “¿qué hiciste con la corneta?” “Está en mi casa.” “Ven”, dijo, “enséñame tu casa.” Entró, la seguí, hasta el balcón, desde donde le mostré mi departamento. Permanecimos en el balcón, yo callado, ella riendo bajito.
  
Seguimos enamorados de lejos, hasta que un día me llamó. “Mira”, dijo, “vamos a huir, hoy, o mejor aun, ahora, vámonos; sé que no tienes dinero, pero yo sí tengo, iremos a un lugar lejos de Rio, una ciudad grande a donde nadie nos halle, nunca más, pero vámonos ahora, no podemos perder ni un minuto.”



Rubem Fonseca, “El enemigo”, Los prisioneros (1963)



sábado, 15 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / El cuerpo de Aspásia


Rubem Fonseca
BIOGRAFÍA
EL CUERPO DE ASPÁSIA

Lo que se dice gustar, a mí sólo me gustó Aspásia, me empezó a gustar a los quince años, en la época en que ayudaba a Justino, el Mago. Después que dejé de trabajar en el circo sólo vi a Aspásia una vez más, cinco años después. Esos cinco años los pasé sin entregar mi fuerza, como dijo o habría dicho Alain, a ninguna mujer. Dejé de trabajar como auxiliar de mago y decidí cambiar de vida luego de que Aspásia rechazó la primera proposición que le hice. Dijo: Crece y vuelve; me humilló, se rió de mí —tenía un diente de oro, hasta aquel día lo descubrí. Nunca vi un cuerpo igual al suyo, ni en el circo, ni en la playa, ni en el Baile Municipal, ni en el cine, ni en las revistas de fotografías. Todo él era del mismo color. Bajo el brazo, en el cuello, en la barriga, en las rodillas, todo del mismo color, de teja vieja. La carne estaba agarrada a los huesos, hecha de músculos que no se veían; las nalgas y la parte de los muslos abajo de las nalgas eran firmes; es ahí donde debe verse el cuerpo de una mujer, ningún otro lugar puede indicar mejor la resistencia y el futuro de la carne, cómo es o será, su forma y su tejido, en la mujer adulta.


Rubem Fonseca, “El enemigo”, Los prisioneros (1963)



miércoles, 12 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / Mariazinha


Rubem Fonseca
BIOGRAFÍA
Mariazinha

Y ese mismo día, para mal de mis pecados, cuando llegó a casa la Mariazinha me dice que quiere hablar seriamente conmigo, que la niña necesitaba un padre y que yo no aparecía por la casa, y la vida estaba mal y difícil, y que me pedía permiso para buscarse otro hombre, un trabajador que la ayudara. Yo pasaba los días fuera, con vergüenza de verla sudando sin parar sobre la máquina de coser y yo sin dinero y sin trabajo, y me dieron ganas de romperle la cara a aquella hija de puta, pero ella tenía razón y dije, tienes razón, y preguntó si no le iba a pegar y dije que no, y dijo si quería que hiciera alguna cosa para que comiera y dije que no, que no tenía hambre, y me había quedado realmente sin hambre, a pesar de haber pasado todo el día sin oler un plato.
Comencé a buscar trabajo, aceptando lo que diera y viera, menos complicaciones con los del orden, pero no estaba fácil. Fui al mercado, fui a los bancos de sangre, fui a esos lugares que siempre dan para levantar algo, fui de puerta en puerta ofreciéndome de limpiador, pero todo el mundo estaba escamado pidiendo referencias, y referencias yo sólo tenía del director del presidio. La situación estaba negra y yo perdiendo casi la cabeza, cuando me encontré con un compadre mío que había sido gorila conmigo en una boite de Copacabana y dijo que conocía a un pinta que estaba necesitando un tipo como yo, bragado y decidido. Callé que había estado en la cárcel, dije que había vivido trapicheando en São Paulo y ahora mestaba de vuelta y él dijo, voy a llevarte allí ahora. Llegamos a la boite y mi compa me presentó al dueño, que preguntó, ¿has trabajado en esto? Respondí que sí y él preguntó si conocía gente de la policía y le dije que sí, sólo que yo de un lado y ellos del otro, pero eso no se lo dije, y el dueño habló, no quiero blanduras, esta zona es brava, y yo dije, déjame a mí, ¿cuándo empiezo?, y él respondió, hoy mismo; maricón loco, negro y traficante no entran, ¿entendiste?
Fui corriendo para casa a dar la buena noticia a Mariazinha y ella no me dejó ni hablar, en seguida me fue diciendo que había encontrado un hombre, un sujeto decente y trabajador, carpintero de la tienda de un judío de la calle del Catete, y quería casarse con ella. Puta mierda. Sentí un vacío por dentro, y Mariazinha dijo, pues claro, con tu pasado nunca vas a encontrar trabajo, habiendo estado tanto tiempo preso, y el Hermenegildo es muy bueno y siguió hablando bien del hombre que había encontrado; oí todo y no sé por qué, creo que por consideración a Mariazinha, no le dije que al fin había encontrado empleo, la pobre ya debía estar harta de mí. Dije sólo que quería tener una charla con el tal Hermenegildo y me pidió que no, por favor, tiene miedo de ti porque estuviste en la cárcel, y respondí, ¿miedo?, coño, lo que debía de tener es pena, dame la dirección del tipo.
Trabajaba en una tienda de muebles y cuando llegué allí estaba esperándome con dos colegas más y vi que todos estaban asustados, con porras de madera cerca de la mano y yo dije, manda tus colegas fuera, vine a conversar en paz, y los tipos salieron y él me contó que era cearense y que quería casarse con una mujer honesta y trabajadora, siendo él también honesto y trabajador, que le gustaba Mariazinha y él a ella. Fuimos al tugurio, después de que le pidió permiso al Isaac, y tomamos una cerveza y allí está otro hijo de puta al que yo debía de matar a golpes, pero lo que estaba haciendo era entregarle a mi mujer, puta madre.
Volví a casa de Mariazinha. Había hecho un envoltorio con mis cosas, no era un envoltorio grande, lo coloqué bajo el brazo, Mariazinha estaba con el pelo recogido y con un vestido que me gustaba y me dolió el corazón cuando apreté su mano, pero sólo dije adiós.

Rubem Fonseca / Echando a perder

Rubem Fonseca
Feliz año nuevo, 1975

MESTER DE BREVERÍA




domingo, 9 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / Filtro de amor


Rubem Fonseca
BIOGRAFÍA
FILTRO DE AMOR

¡Qué frasco tan bonito!, exclamó Ermé.
Es un filtro de amor, dije, riendo.
¿De veras? ¿Lo juras? Ermé también reía.
Una gotita para ti, una gotita para mí, dije, echando una gota en cada copa. Quedaremos locamente enamorados uno del otro. Llené las copas de champaña.
Yo ya estoy locamente enamorada de ti, dijo Ermé. Con un gesto elegante se llevó la copa a los labios y sorbió un pequeño trago. La copa cayó de su mano sobre la mesa, partiéndose, e inmediatamente el rostro de Ermé se abatió sobre los fragmentos de cristal. Sus ojos permanecieron abiertos,como si estuviera absorta en algún pensamiento. No tuvo tiempo ni de saber lo que ocurrió.
Las tías entraron al saloncito, acompañadas de doña María Nunes.
Estamos orgullosos de ti, dijo tía Helena.


Rubem Fonseca



jueves, 6 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / Dientes


Rubem Fonseca
BIOGRAFÍA
DIENTES

¿Sabes lo que es dos personas que se gustan? Éramos nosotros dos, María y yo. ¿Sabes lo que es dos personas perfectamente sincronizadas? Éramos nosotros dos, María y yo. Mi plato predilecto es arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. ¿Imaginas cuál era el de María? Arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. Mi piedra preciosa preferida es el Rubí. La de María, verás, era también el Rubí. Número de la suerte, el 7; color, el Azul; día, el Lunes; película, del Oeste; libro, El Principito; bebida, Cerveza; colchón, el Anatón; equipo, el Vasco da Gama; música, la Samba; pasatiempo, el Amor; todo igualito entre ella y yo, una maravilla. Lo que hacíamos en la cama, muchacho, no es para presumir, pero si fuera en el circo y cobráramos la entrada nos hacíamos ricos. En la cama ninguna pareja jamás fue alcanzada por tanta locura resplandeciente, fue capaz de performance tan hábil, imaginativa, original, pertinaz, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna continuaría amándote, me decía. Si tú fueras jorobada no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueras sordomudo continuaría amándote, decía ella. Si tú fueras bizca no dejaría de amarte, yo respondía. Si estuvieras barrigón y feo continuaría amándote, decía ella. Si estuvieras toda marcada de viruela no dejaría de amarte, yo respondía. Si fueras viejo e impotente continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando estos juramentos cuando un deseo de ser verdadero me golpeó, hondo como una puñalada, y le pregunté, ¿y si no tuviera dientes, me amarías?, y ella respondió, si no tuvieras dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, con un gesto grave, religioso y metafísico. Quedamos los dos mirando la dentadura sobre la sábana, hasta que María se levantó, se puso un vestido y dijo, voy a comprar cigarros. Hasta hoy no ha vuelto. Nathanael, explícame qué fue lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? ¿Algunos dientes, miserables pedacitos de marfil, valen tanto?








lunes, 3 de agosto de 2015

Rubem Fonseca / El mordisco


Rubem Fonseca
BIOGRAFÍA
EL MORDISCO

A Mariazinha la conocí en el baile municipal, ella bailaba encima de una mesa y le di una mordida en el trasero, ya va a hacer un año que eso ocurrió.”

“¿Por qué hizo eso?”, preguntó F. A.

“¿Qué?”

“Lo de morderla..., a la muchacha.”

“No sé. Había quinientas mujeres trepadas en las mesas, todas las mesas tenían una mujer arriba exhibiéndose, creo que eso me molestó. Y Mariazinha tenía las nalgas casi de fuera.”

“¿Y ella? ¿Qué hizo?”

“Dio un grito. Entonces los tipos de su grupo se me echaron encima y no te imaginas lo que fue aquello, por fortuna siempre hay alguien que quiere recoger las sobras entrando también a la pelea, fue una bronca espectacular, duro sólo unos cinco minutos pero creo que hasta al gobernador le gustó. Cuando salí de la enfermería ella estaba en la puerta y dijo 'bien hecho'. Respondí 'te amo', y de veras la amaba, y hasta hoy la amo.”