viernes, 28 de septiembre de 2012

Richard Matheson / Lemmings




Richard Matheson
LEMMINGS
 
-¿De dónde vienen? - preguntó Reordon. 

-De todas partes - replicó Carmack.

Ambos hombres permanecían junto a la carretera de la costa, y, hasta donde alcanzaban sus miradas, no podían ver más que coches. Miles de automóviles se encontraban embotellados, costado contra costado y parachoques contra parachoques. La carretera formaba una sólida masa con ellos.

-Ahí vienen unos cuantos más - señaló Carmack.

Los dos policías miraron a la multitud que caminaba hacia la playa. Bastantes charlaban y reían. Algunos permanecían silenciosos y serios. Pero todos iban hacia la playa.

-No lo comprendo - dijo Reordon, meneando la cabeza. En aquella semana debía de ser la centésima vez que hacía el mismo comentario -. No puedo comprenderlo.

Carmack se encogió de hombros.

-No pienses en ello. Ocurre. Eso es todo. 


-¡Pero es una locura!

-Sí, pero ahí van - replicó Carmack.

Mientras los dos policías observaban, el gentío atravesó las grises arenas de la playa y comenzó a adentrarse en las aguas del mar. Algunos empezaron a nadar. La mayor parte no pudo, ya que sus ropas se lo impidieron. Carmack observó a una joven que luchaba con las olas y que se hundió al fin a causa de su abrigo de pieles.

Pocos minutos más tarde todos habían desaparecido. Los dos policías observaron el punto en que la gente se había metido en el agua.

-¿Durante cuánto tiempo seguirá esto? –preguntó Reordon.

-Hasta que todos se hayan ido, supongo –replicó Carmack.

-Pero..., ¿por qué?

-¿Nunca has leído nada acerca de los Lemmings?

-No.

-Son unos roedores que viven en 1os Países Escandinavos. Se multiplican incesantemente hasta que acaban con toda su reserva de comida. Entonces comienzan una migración a lo largo del territorio, arrasando cuanto se encuentran a su paso. Al llegar al océano, siguen su marcha. Nadan hasta agotar sus energías. Y son millones y millones.

-¿Y crees que eso es lo que ocurre ahora?

-Es posible - replicó Carmack.

-¡Las personas no son roedores! -gritó Reordon, airado.

Carmack no respondió.

Permanecieron esperando al borde de la carretera, pero no llegó nadie más.

-¿Dónde están? - preguntó Reordon.

-Tal vez se hayan ido.

-¿Todos?

-Esto viene ocurriendo desde hace más de una semana. Es posible que la gente se haya dirigido al mar desde todas partes. Y también están los lagos. Reordon se estremeció. Volvió a repetir:

-Todos...

-No lo sé; pero hasta ahora no habían cesado de venir.

-¡Dios mío...! -murmuró Reordon.

Carmack sacó un cigarrillo y lo encendió.

-Bueno - dijo -. Y ahora, ¿qué?

Reordon suspiró:

-¿Nosotros?

-Ve tú primero -replicó Carmack-. Yo esperaré un poco, por si aparece alguien más.

-De acuerdo. 

Reordon extendió su mano.

-Adiós, Carmack -dijo.

Los dos hombres cambiaron un apretón de manos.

-Adiós, Reordon - se despidió Carmack.

Y permaneció fumando su cigarrillo mientras observaba cómo su amigo cruzaba la gris arena de la playa y se metía en el agua hasta que ésta le cubrió la cabeza. Antes de desaparecer, Reordon nadó unas docenas de metros.
 
Tras unos momentos, Carmack apagó su cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor. Luego él también se metió en el agua.

A lo largo de la costa se alineaban un millón de coches vacíos. 


martes, 25 de septiembre de 2012

Proust / Ese pobre general


Marcel Proust
ESE POBRE GENERAL

¡Ese pobre general!, otra vez lo han derrotado en las elecciones —dijo la princesa de Parma, por cambiar de conversación.

—¡Oh!, eso no es grave, no es más que la séptima vez—dijo el duque, que como había tenido que renunciar tambien a la política, se complacía bastante en los reveses electorales de los demás–. Se ha consolado queriendo hacerle otro chico a su mujer.
—¡Como! Vuelve a estar encinta esa pobre señora Monserfeuil?
—¡Pues claro!—respondió la duquesa—. Ese es el único distrito en que no ha fracasado nunca el pobre general.




viernes, 21 de septiembre de 2012

Slawomir Mrozek / El árbol


Slawomir Mrozek
EL ÁRBOL
Traduccíon de Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles 

Vivo en una casa no lejos de la carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos. Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos. Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.
Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela.
Recibí un escrito de la Autoridad. "Existe el peligro –decía el escrito– de que un coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo".
Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé. Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.
Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada.
No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando. ¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un accidente?
Y no les costaría nada, aparte de la munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?

Slawomir Mrozek 
El árbol
Barcelona, Quaderns Crema, 1998. 






lunes, 17 de septiembre de 2012

Slavomir Mrozek / Revolución


Ilustración de James Thurber

Slavomir Mrozek
REVOLUCIÓN

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa. Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí. Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver. Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable. Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista. La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida. Pero al cabo de cierto tiempo, la novedad dejó de ser tal y no quedó más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio. Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista. Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por “ese cierto tiempo”. Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario. Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución. Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna. Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez, “cierto tiempo” también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio -es decir, el cambio seguía siendo un cambio-, sino que al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo. De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama. Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba. Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario...



jueves, 13 de septiembre de 2012

Enrique Anderson Imbert / Tabú

Enrique Anderson Imbert
TABÚ

El ángel de la guarda le susurra a Fabián, por detrás del hombro:
 -¡Cuidado, Fabián! Está dispuesto que mueras en cuanto pronuncies la palabra zangolotino.
   -¿Zangolotino? -pregunta Fabián azorado.
   Y muere.




domingo, 9 de septiembre de 2012

Enrique Anderson Imbert / Una plaza en el cielo



Enrique Anderson Imbert
UNA PLAZA EN EL CIELO

Etelvina y Luis van a casarse. En vísperas de la boda, Luis muere. Etelvina se resigna porque confía en que volverán a encontrarse en el Cielo. Pasan los años y ella espera, espera… Espera que Dios la llame. Ahora es una viejita. Está atravesando la Plaza de su barrio. De pronto -en el crepúsculo tocan las campanas del ángelus- ve entre los árboles a Luis, que se acerca a paso lento. (No es Luis: es un joven de la vecindad muy parecido al recuerdo que Etelvina conserva de Luis.) Etelvina ve al joven Luis y está segura de que él, a su vez, la ve a ella también joven. “Esta plaza, piensa, aunque se parece mucho a la del barrio, tiene que ser una plaza del Paraíso”. Y sin duda allí van a reunirse porque, por fin ¡qué felicidad! ella acaba de morir. El grito de un pájaro la resucita, vieja otra vez.




miércoles, 5 de septiembre de 2012

Enrique Anderson Imbert / Espiral


Enrique Anderson Imbert
ESPIRAL

Regresé a casa en la madrugada, cayéndome de sueño. Al entrar, todo obscuro. Para no despertar a nadie avancé de puntillas y llegué a la escalera de caracol que conducía a mi cuarto. Apenas puse el pie en el primer escalón dudé de si ésa era mi casa o una casa idéntica a la mía. Y mientras subía temí que otro muchacho, igual a mí, estuviera durmiendo en mi cuarto y acaso soñándome en el acto mismo de subir por la escalera de caracol. Di la última vuelta, abrí la puerta y allí estaba él, o yo, todo iluminado de Luna, sentado en la cama, con los ojos bien abiertos. Nos quedamos un instante mirándonos de hito en hito. Nos sonreímos. Sentí que la sonrisa de él era la que también me pesaba en la boca: como en un espejo, uno de los dos era falaz. «¿Quién sueña con quién?», exclamó uno de nosotros, o quizá ambos simultáneamente. En ese momento oímos ruidos de pasos en la escalera de caracol: de un salto nos metimos uno en otro y así fundidos nos pusimos a soñar al que venía subiendo, que era yo otra vez.




lunes, 3 de septiembre de 2012

Enrique Anderson Imbert / Sadismo y masoquismo


Enrique Anderson Imbert
SADISMO Y MASOQUISMO

Escena en el infierno.
Sacher-Masoch se acerca al Marqués de Sade y, masoquísticamente, le ruega:
-¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El Marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle pero se contiene a tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
-No.



sábado, 1 de septiembre de 2012

Enrique Anderson Imbert / La foto


Enrique Anderson Imbert
LA FOTO

Jaime y Paula se casaron. Ya durante la luna de miel fue evidente que Paula se moría. Apenas unos pocos meses de vida le pronosticó el médico. Jaime, para conservar ese bello rostro, le pidió que se dejara fotografiar. Paula, que estaba plantando una semilla de girasol en una maceta, lo complació: sentada con la maceta en la falda sonreía y…
   ¡Clic!
   Poco después, la muerte. Entonces Jaime hizo ampliar la foto -la cara de Paula era bella como una flor-, le puso vidrio, marco y la colocó en la mesita de noche.
 Una mañana, al despertarse, vio que en la fotografía había aparecido una manchita. ¿Acaso de humedad? No prestó más atención. Tres días más tarde: ¿qué era eso? No una mancha que se superpusiese a la foto sino un brote que dentro de la foto surgía de la maceta. El sentimiento de rareza se convirtió en miedo cuando en los días siguientes comprobó que la fotografía vivía como si, en vez de reproducir a la naturaleza, se reprodujera en la naturaleza. Cada mañana, al despertarse, observaba un cambio. Era que la planta fotografiada crecía. Creció, creció hasta que al final un gran girasol cubrió la cara de Paula.