Yasunari Kawabata
TRUENOS EN OTOÑO
En el inicio del otoño, cuando las jovencitas regresan del mar y caminan por la ciudad como finos potros de pelaje castaño, tuvo lugar nuestra ceremonia de bodas, en el salón de un hotel, con el sonido antiguo de una flauta de bambú. De repente, se vio un chispazo en la ventana y estalló un trueno, como dando por acabada la ceremonia. La cara de mi novia de diecisiete años palideció. Cerró los ojos y su cuerpo se contrajo como una bandera mojada.
—¡Cierren la ventana y corran la cortina!
Cuando finalizó la ceremonia, el padre de la novia dijo:
—El miedo de mi hija a los truenos tal vez se deba a una vieja maldición.
Y contó esta historia sobre un hijo obediente de la antigua provincia de Tanba.
«Yoshida Shichizaemon, de la aldea de Haji en el condado de Amada, en Tanba, era tan devoto de sus padres que el señor feudal lo elogió por su piedad filial y lo eximió de pagar impuestos a la tierra. La madre de Shichizaemon tenía tal pavor a los truenos que palidecía incluso con el sonido de un tambor. Por eso, cada vez que se oía un trueno, Shichizaemon volvía corriendo a su casa sin importar dónde se encontrara o qué estuviera haciendo. En verano no se alejaba más allá de la aldea vecina. Y no sólo eso. Incluso tras la muerte de su madre, Shichizaemon corría hasta el cementerio y envolvía con sus brazos la lápida cada vez que oía el sonido de un trueno.
»Una noche, durante una tormenta, cuando estaba acurrucado sobre la lápida, abrazándola, murió fulminado por un rayo. Al día siguiente el cielo estaba despejado y resplandeciente. Pero cuando uno de los aldeanos intentó retirar el brazo de Shichizaemon de la piedra, éste se rompió en pedazos. Su negro cuerpo carbonizado era una silueta de cenizas que se deshizo cuando la tocaron. Evidentemente había sido un error intentar apartar al obediente Shichizaemon de la lápida de su madre. Una vieja recogió un dedo que estaba caído y se lo guardó dentro de una manga. Se inclinó y dijo: “Voy a dárselo de comer a mi desconsiderado y atolondrado hijo”.
»Otros aldeanos también empezaron a recoger partes del cuerpo.
»Las cenizas fueron pasadas de generación en generación como un tesoro familiar. De niño mi madre me dio a comer algunas. Y me pregunto si es por eso que yo —y esta hija— les tememos a los truenos».
—¿A tu hija también —me referí a mi mujer como lo había hecho su padre— le diste algunas?, ¿también a ella?
—No, no tuve esa precaución. Pero si tus padres quieren darle un poco, se las enviaré en un paquetito.
En nuestra nueva casa en las afueras de la ciudad, donde todo es nuevo, cuatro grillos pegan un salto desde el flamante tocador de mi esposa, todavía cubierto con una funda blanca. Mi esposa tiene la misma levedad de verano que un ramo de lilas. Y entonces, una vez más, un violento trueno estalla como si el propio verano quisiera aniquilarse. Al aferrar a mi pequeña esposa encogida, lo que primero siento a través de su piel es algo en su interior que es como de madre. ¿Quién podrá garantizarme que no me convertiré en un cadáver carbonizado por abrazar esta cálida y suave lápida?
Destella un relámpago. Y retumba sobre el techo un trueno que parece convertir nuestra cama matrimonial en una cama mortuoria.
—¡La cortina, corre la cortina!
1928
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