Darío Morales |
Antón Chéjov
MARIDO Y CAVIAR
El segundo día de Pentecostés, después del almuerzo, Dímov compró fiambres y bombones, y se dirigió a la dacha para visitar a su mujer. Hacía dos semanas que no la veía y la echaba mucho de menos. Sentado en el vagón y, más tarde, mientras buscaba la dacha en el extenso bosque, se sintió dominado por el hambre y el cansancio; soñaba con cenar tranquilamente con su esposa y luego retirarse a descansar, al tiempo que miraba con satisfacción el paquete con el caviar, el queso y el salmón blanco.
Cuando encontró la dacha y la reconoció, el sol ya se había puesto. La vieja doncella le dijo que la señora no estaba en casa y que probablemente no tardaría en regresar. La dacha, de aspecto poco atractivo con sus techos bajos, cubiertos de papel blanco, y sus suelos de tablas desiguales y agrietadas, solo tenía tres habitaciones. En la primera había una cama; en la segunda lienzos, pinceles, papeles con manchas de grasa y abrigos y sombreros de hombre tirados sobre las sillas y los alféizares; en la tercera Dímov se encontró con tres individuos desconocidos. Dos eran morenos y barbudos; el tercero, afeitado y grueso, tenía aspecto de actor. Sobre la mesa hervía el samovar.
—¿Qué desea usted? —le preguntó el actor con voz de bajo, examinándole con displicencia—. ¿Quiere ver a Olga Ivánovna? Aguarde, no tardará en llegar.
Dímov se sentó y se puso a esperar. Uno de los morenos, sin dejar de mirarle con aire soñoliento y desganado, se sirvió té y le preguntó:
—¿Le apetece un poco de té?
Dímov tenía hambre y sed, pero rechazó el té para no quedarse sin apetito. Pronto se oyeron unos pasos y una risa conocida; resonó una puerta y Olga Ivánovna entró corriendo en la habitación, con un sombrero de ala ancha y una caja en la mano, seguida de Riabovski, alegre y rubicundo, con una gran sombrilla y una silla plegable.
—¡Dímov! —gritó Olga Ivánovna, enrojeciendo de alegría—. ¡Dímov! —repitió, apoyando la cabeza y las dos manos en el pecho de su marido—. ¡Eres tú! ¿Por qué has estado tanto tiempo sin venir? ¿Por qué? ¿Por qué?
—¿Cuándo iba a venir, cariño? Siempre estoy ocupado y cuando tengo algo de tiempo, el horario de trenes no me viene bien.
—¡Cuánto me alegro de verte! Toda la noche, toda, he estado soñando contigo; tenía miedo de que estuvieras enfermo. ¡Ah, si supieras qué atento eres y cuán a propósito has llegado! Serás mi salvador. ¡Sólo tú puedes salvarme! Mañana se celebrará aquí una boda de lo más singular —continuó, riendo y rehaciendo el nudo de la corbata de su marido—. Se casa un joven telegrafista de la estación, un tal Chikeldéiev. Es un joven apuesto, nada tonto, con una expresión vigorosa y algo osuna, sabes… Podría servir de modelo para un joven varego. Todos los veraneantes le tenemos simpatía y le hemos dado nuestra palabra de honor de acudir a la boda… Es un hombre sin fortuna, solitario, tímido… naturalmente, no estaría bien negarle nuestra participación. Figúrate, la boda se celebrará después de la misa; luego, iremos todos a pie a casa de la novia… ¿Entiendes? El bosque, el canto de las aves, las manchas de sol en la hierba y todos nosotros como manchas multicolores sobre el fondo verde oscuro… De lo más original, en el gusto de los impresionistas franceses. Pero ¿qué voy a ponerme para ir a la iglesia, Dímov? —dijo Olga Petrovna con gesto de desconsuelo—. ¡Aquí no tengo nada, absolutamente nada! Ni vestido, ni flores, ni guantes… Tienes que salvarme. Si has venido es porque el destino quiere que me salves. Coge las llaves, querido, vuelve a casa y tráeme el vestido rosa que hay en el guardarropa. ¿Te acuerdas? Es el que está colgado delante de todos… Luego vete al trastero y busca en el suelo, a mano derecha, dos cajas de cartón. Abre la de arriba y verás que contiene tul, mucho tul, y todo tipo de recortes de tela; las flores están debajo. Sácalas todas con mucho cuidado, trata de no arrugarlas, querido, y ya elegiré yo más tarde las que necesite… Y cómprame unos guantes.
—Está bien —exclamó Dímov—. Mañana, cuando llegue a casa, te lo enviaré todo.
—¿Mañana dices? —preguntó Olga Ivánovna, mirándole con sorpresa—. ¿Cómo vas a tener tiempo mañana? El primer tren sale a las nueve y la boda es a las once. No querido, tiene que ser hoy, ¡hoy sin falta! Si no puedes venir mañana, mándamelo por alguien. Bueno, vete ya… El tren está a punto de pasar. No vayas a perderlo, cariño.
—Está bien.
—¡Ah, qué pena me da verte partir! —exclamó Olga Ivánovna, con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué, tonta de mí, le habré dado mi palabra al telegrafista?
Dímov bebió a toda prisa un vaso de té, cogió una rosquilla y, con una humilde sonrisa, se dirigió a la estación. En cuanto al caviar, el queso y el salmón blanco, se lo comieron los dos morenos y el grueso actor.
Nota: el texto anterior es el tercero de los ocho capítulos de uno de los cuentos más extraordinarios de Chéjov, "La cigarra". Describe el matrimonio de Olga Ivánovna y el médico Osip Stepánich Dímonov. A esta altura de la narración, la mujer, cada vez más volantona, pasa sus vacaciones fuera de casa, y el marido decide hacerle una visita.
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