Una vez al mes, Galina limpia mi casa. Como no tenemos una lengua en común, me da un abrazo al llegar y me da otro al irse. Una vez le hice un paquetito con dos alfajores y un mes después, en agradecimiento, me trajo golosinas ucranianas. Antes de despedirnos señalamos en mi calendario cuándo volvemos a vernos, y una vez que estaba enferma, su hermana Svetlana viajó de Kiev a Berlín para reemplazarla en su trabajo durante todo el mes.
Ayer, cuando le abrí la puerta, estaba llorando. La abracé, como ella misma me enseñó a hacer cada vez que nos saludamos, pero sus brazos no se movieron. Le hice un té con las dos cucharaditas de azúcar que sé que le gustan, le di el tazón caliente pero lo rechazó. Intentando calmarla le hablé en inglés, en alemán y en español, hasta que entendí que, si no me callaba, yo también iba a ponerme a llorar. Llevé a Galina hasta el living y corrí una silla para indicarle que se sentara. Entonces levantó las manos alarmada, casi asustada. Dio un paso hacia atrás para dejar bien claro que de ninguna manera iba a sentarse. ¡Arbeit! Gritó. ¡Nur Arbeit!* Sacó el teléfono de su pantalón y me mostró una foto de su nieta. Ucrania, dijo, Ucrania, y, sin dejar de llorar, se arremangó la camisa y se fue para la cocina. (*“¡Trabajo! ¡Solo trabajo!” en alemán)».
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