Evelio Rosero
Declaración de tres ancianas
Ahí
lo vimos, sentado, mirándose los pies un largo tiempo. No podíamos creer que
ese hombre, con ese cuerpo tan flaco y tan débil que daba pena, fuera ese
hombre, el perseguido. No podíamos creerlo. Tarde o temprano lo atraparán,
pensamos. Con ese temblor en las piernas no podrá durar mucho tiempo pensamos.
Cuando
pudo hablar nos pidió agua. “Ahí está” le dijimos. Ni siquiera se había dado
cuenta que desde mucho antes le teníamos un pocillo a su lado. Bebió rápido, y
el agua resbaló por su cuello, y mojó su pecho. Pidió más, y más le dimos.
Siguió pidiendo agua y nosotras le seguimos dando. Le preguntamos que si él era
el buscado ─aunque ya sabíamos que sí era─, y tuvo la cobardía de decirnos que
no, que no era él, que tan solo era un
amigo del buscado, pero que eso casi era lo mismo. Entonces nos enfadamos. Nos
decepcionaba escuchar que un hombre tan buscado y conocido como él empezara por
negarse a sí mismo. “Sabemos quién es usted”, le dijimos, “nosotras lo sabemos".
El hombre nos miró por primera vez, y por primera vez, en su mirada, notamos un
rastro de lo que acaso fue su valentía: “Para qué preguntan, pues”, dijo. Sus
ojos se iluminaron rápidos, como carbones cuando se soplan, pero volvieron a
apagarse y caer otra vez hacia sus pies. Tenía los pies hinchados, rajados por
este desierto de piedras y arena.
“Desde
cuándo huye” preguntamos. “Para qué saberlo” dijo él. Y después dijo, con
rabia: “Ya perdí la cuenta, ¿saben? A lo mejor, si fuéramos muchos, nosotros
los perseguiríamos a ellos”. Y más tarde añadió: “Desde que no me gustó esta
vida es que me están persiguiendo”.
Pasó
la tarde y todas seguimos quietas, mirándolo en silencio; tenía la muerte en el
cuello, pobre. Entonces escupió con fuerza y volvió a decir: “Lo aburrido de
esto es huir a solas. Antes, por lo menos, huía con mis hombres. Nos
protegíamos el sueño. Pero a todos ellos los fueron muriendo. Al último lo
mataron esa vez cuando nos dormimos al mismo tiempo”.
No
volvimos a decirle nada. Para qué decir algo. Empezó a dormir, sentado, sobre
esa piedra. Nosotras lo acompañamos despiertas mientras dormía. Pero al día
siguiente ya no lo vimos. Seguirá huyendo, pensamos. Eso fue lo que pensamos.
Evelio Rosero
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia
Editores, Bogotá, 1989, pp.40-41
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