Ilustración de Ingrid Baars |
Evelio Rosero
MIEDO
Una vez llamó a su casa, por teléfono, y se contestó él mismo. No pudo creerlo y colgó. Volvió a intentarlo y nuevamente volvió a escuchar su propia voz, respondiendo. Entonces tuvo el coraje de preguntar por él mismo y su propia voz le dijo que no siguiera insistiendo porque él mismo nunca más iba a volver. “Con quién hablo”, preguntó, por fin, y escuchó, anonadado, lo que nunca debió oír. ¿Qué escuchó? Nadie lo sabe, pero debió ser algo terrible porque él no pudo controlar la carcajada creciente, asfixiándolo. Al día siguiente los periódicos no registraron la noticia, cosa lamentable si se tiene en cuenta que todo periodismo de verdad consiste en ir más allá de lo aparente, hacia la verdad total, y más si el hecho tiene que ver acaso con un problema de orden metafísico en la compañía de teléfonos. Usted mismo podría indagar la realidad de este suceso, exponiéndose –eso si, por su propio riesgo– a que todos los teléfonos se confabulen una tarde contra usted y lo silencien, definitivamente.
Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro ( y otros cuentos)
Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1989, p. 11
Foto de Valeria Chorozidi |
FEAR
by Evelio Rosero
Translated by Anne McLean
One time he called home and he himself answered the phone. He couldn’t believe it, and hung up. He tried again and again heard his own voice answer. Then he gathered the courage to ask for himself and his own voice told him not to keep insisting because he was never coming back. “Whom am I speaking with?” he asked, finally, and heard, dumbfounded, what he should never have heard. What did he hear? Nobody knows, but it must have been something terrible because he could not control the laughter rising in his throat, suffocating him. The next day the news wasn’t in the papers, a shame if you bear in mind that all true journalism consists in going beyond appearances, to total truth, and even more if it perhaps had to do with a metaphysical problem in the telephone company. You could inquire into the reality of this event, exposing yourself—it’s true, at your own risk—to the possibility that all the telephones might conspire against you one afternoon and silence you, definitively.
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