viernes, 26 de febrero de 2016

Pamela de la Paz / Hay que cortarlo


Pamela de la Paz
Hay que cortarlo

Mi madre se empezó a morir cuando yo tenía seis años; el primer signo fue que aunque sus ojos seguían abiertos ella dejó de mirar. Todas las mañanas yo tocaba el piano mientras ella me observaba sin verme, endulzando un té que pronto se volvía imbebible.

La canción terminaba, yo bebía, y en la comisura de su boca se asomaba una sonrisa.

Cumplí ocho años. Mi madre adoptó una nueva costumbre; cepillarme el cabello cien veces antes de las diez. No las contaba y tampoco tenía un reloj pero de algún modo siempre sabía que ya habían sido cien, que ya eran las diez.

Cumplí once. Ropa interior llena de papel de baño.

Cumplí trece. Un cepillo golpea el suelo del baño.

Tu cabello es demasiado largo, hay que cortarlo.

Cumplí quince. Una rebanada de pastel insípido en su plato. Una taza de té espeso en mi mano.

Cumplí diecisiete. Yo tocando el piano, ella frente a un televisor apagado.

Cumplí veintidós, me propusieron matrimonio, dije sí. Nieve bordada, vestidos largos. En una silla vacía mi madre sentada con los ojos en blanco, haciendo juego con mis zapatos. En su rostro una sonrisa cincelada. No hay pastel.

Cumplí treinta. Entre sus brazos, la carne de mi carne la mira con ojos agigantados.

Cumplí treinta y seis. ¿Te gustaría aprender a tocar el piano?

Cumplí cuarenta. Un asilo, ella frente a una radio quieta.

Mamá, yo no quiero ser como tú.

Cumplí cincuenta. Una habitación oscura, en el centro una caja de madera. Cuando sus ojos estaban abiertos tenía una mirada negra, y cuando los cerró al fin, también. Hace juego con mis zapatos.

Se acercaron a mí, me abrazaron, me dieron sus condolencias mientras se ahogaban entre palabras mojadas. Yo no entendía, no debían sentir lástima, no por mí. Ya ni siquiera recordaba cómo se sentía tener una madre…

Mi hija me pregunta por qué tengo los ojos cerrados, enjugo mis lágrimas y los abro. La miro y me hinco quedando a su altura, le ofrezco algo de beber, algo dulce. A los niños les gusta lo dulce. La abrazo, la amo tanto, enredo los dedos entre su cabello, es tan largo.

Hay que cortarlo.




lunes, 22 de febrero de 2016

Andrea Bocconi / Tranvía

Mujer leyendo en el tren
Edward Hopper

Andrea Bocconi
TRANVÍA


Por fin. La desconocida subía siempre en aquella parada. "Amplia sonrisa, caderas anchas... una madre excelente para mis hijos", pensó. La saludó; ella respondió y retomó su lectura: culta, moderna.

Él se puso de mal humor: era muy conservador. ¿Por qué respondía a su saludo? Ni siquiera lo conocía.

Dudó. Ella bajó.

Se sintió divorciado: "¿Y los niños, con quién van a quedarse?"



miércoles, 17 de febrero de 2016

Juan José Arreola / El faro


Juan José Arreola
EL FARO

Lo que hace Genaro es horrible. Se sirve de armas imprevistas. Nuestra situación se vuelve asquerosa.
Ayer, en la mesa, nos contó una historia de cornudo. Era en realidad graciosa, pero como si Amelia y yo pudiéramos reírnos, Genaro la estropeó con sus grandes carcajadas falsas. Decía: "¿Es que hay algo más chistoso?" Y se pasaba la mano por la frente, encogiendo los dedos, como buscándose algo. Volvía a reír: "¿Cómo se sentirá llevar cuernos?" No tomaba en cuenta para nada nuestra confusión.
Amelia estaba desesperada. Yo tenía ganas de insultar a Genaro, de decirle toda la verdad a gritos, de salirme corriendo y no volver nunca. Pero como siempre, algo me detenía. Amelia tal vez, aniquilada en la situación intolerable.
Hace ya algún tiempo que la actitud de Genaro nos sorprendía. Se iba volviendo cada vez más tonto. Aceptaba explicaciones increíbles, daba lugar y tiempo para nuestras más descabelladas entrevistas. Hizo diez veces la comedia del viaje, pero siempre volvió el día previsto. Nos absteníamos inútilmente en su ausencia. De regreso, traía pequeños regalos y nos estrechaba de modo inmoral, besándonos casi el cuello, teniéndonos excesivamente contra su pecho. Amelia llegó a desfallecer de repugnancia entre semejantes abrazos.
Al principio hacíamos las cosas con temor, creyendo correr un gran riesgo. La impresión de que Genaro iba a descubrirnos en cualquier momento, teñía nuestro amor de miedo y de vergüenza. La cosa era clara y limpia en este sentido. El drama flotaba realmente sobre nosotros, dando dignidad a la culpa. Genaro lo ha echado a perder. Ahora estamos envueltos en algo turbio, denso y pesado. Nos amamos con desgana, hastiados, como esposos. Hemos adquirido poco a poco la costumbre insípida de tolerar a Genaro. Su presencia es insoportable porque no nos estorba; más bien facilita la rutina y provoca el cansancio.
A veces, el mensajero que nos trae las provisiones dice que la supresión de este faro es un hecho. Nos alegramos Amelia y yo, en secreto. Genaro se aflige visiblemente: "¿A dónde iremos?", nos dice. "¡Somos aquí tan felices!" Suspira. Luego, buscando mis ojos: "Tú vendrás con nosotros, a dondequiera que vayamos". Y se queda mirando el mar con melancolía.



sábado, 13 de febrero de 2016

Patricia Highsmith / El pequeño monstruo

Ilustración de Triunfo Arciniegas

Patricia Highsmith
EL PEQUEÑO MONSTRUO

Volvió a coger un libro. Cuando uno de los odiosos críos de cuatro años pasó corriendo por enésima vez junto a él, balbuciendo tonterías, Tom metió ligeramente un pie en el pasillo. El pequeño monstruo cayó de bruces y casi al instante empezó a chillar como un demonio. Tom fingió dormir. Una azafata aburrida se acercó al pequeño para ayudarle a levantarse. Tom vio que un hombre sentado al otro lado del pasillo hacía una mueca de satisfacción. Tom no estaba solo.

Lea, además

viernes, 12 de febrero de 2016

Max Aub / Invasión



Max Aub
LA INVASIÓN

Primero era el silencio. Nadie por la llanura. A la derecha, unos cerros bajos. No se veía nada que no fuese de todos los días. Todo normal, pero nadie respiraba como de costumbre. Nos ataban las exageraciones del temor. El ejército, presa fácil del miedo, no tenía más idea que huir. Los oficiales superiores no tenían fuerza para combatir los terrores y abandonaban todas sus funciones militares. Lo único que se les ocurría era enviar partes pidiendo refuerzos para salvar sus banderas y los tristes restos de un ejército destruido por el pavor. Prometían esperar, defenderse hasta morir. Mentían, sabiéndolo. La cobardía se enseñoreaba. Todo eran reuniones vanas.

El horizonte se movía. Surgían las terribles voces infernales:

—¡Estamos cercados!

Todos salían huyendo según sus medios.

Soy de los pocos que, desde cierta altura, ha visto adelantar el ejército enemigo. La impresión de advertir cómo se mueve y anda la tierra es irresistible. El pelo se eriza, las piernas de piedra. Todo se vuelve pasivo. La sensación del riesgo, de la inminencia del peligro incontenible, la amenaza de sentirse vencido sin remedio, de estar con el agua al cuello, paralizado, puede más que todo. Porque la muerte no basta para ellos. Son más. Todos nuestros artificios son inútiles: son más. La mortandad debió ser espantosa, pero pasan, adelantan: son más.

El pánico se retorcía en el aire, como una serpiente enorme, se lo llevaba todo por delante. Pavor, no ante lo desconocido, sino ante lo visible, lo palpable. Ojalá hubiera sido una fabulosa manada de bisontes. Pero esa humanidad fría avanzando, incontenible... Espeluzno invencible.

Yo las he visto, avanzan como un mar, recubriéndolo todo, a ras de tierra. Nada les detiene, menos el agua: pasan los ríos a nado, elegantemente, como si nada.

Todos acoquinados, inútiles, clavados por el horror, mutilados. La vergüenza, la timidez, la cobardía, los temores se anudan y machihembran. ¿Dónde meterse? ¿Quién no se amedrenta viéndolas progresar ininterrumpidamente? Y no tienen problemas de abastecimiento: teniendo hambre se entredevoran y siguen. Es el diablo. ¡Quiera Dios salvarnos!

Avanzan, se rebasan, progresan, renovando sin cesar la vanguardia. Nunca se rezagan, su movimiento progresa uniforme. Millones de cabezas, de ojos, de lenguas, ganando tierra, siempre idénticas, cubriendo cuanto se ve con sus ondulados cuerpos viscosos.

Contaminan la tierra, emponzoñan las mejores obras, revuelven el mundo, tronchan, arruinan estados, asuelan las más principales grandezas, destruyen, deshacen, anonadan, acaban. Progresan. Instrumentos de aniquilación, vuelven en nada, desbaratan, vencen cualquier hueste. Humillan.

Con las cabezas cortadas aún son capaces de matar.



domingo, 7 de febrero de 2016

Max Aub / Hablaba y hablaba...




Max Aub
HABLABA Y HABLABA...



Hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.





martes, 2 de febrero de 2016

Ana María Matute / El hijo de la lavandera



Ana María Matute
EL HIJO DE LA LAVANDERA

Al hijo de la lavandera le tiraban piedras los niños del administrador porque iba siempre cargado con un balde lleno de ropa, detrás de la gorda que era su madre, camino de los lavaderos. Los niños del administrador silbaban cuando pasaba, y se reían mucho viendo sus piernas, que parecían dos estaquitas secas, de esas que se parten con el calor, dando un chasquido. Al niño de la lavandera daban ganas de abrirle la cabeza pelada, como un melón-cepillo, a pedradas; la cabeza alargada y gris, con costurones, la cabeza idiota, que daba tanta rabia. Al niño de la lavandera un día lo bañó su madre en el barreño, y le puso jabón en la cabeza rapada, cabeza-sandía, cabeza-pedrus-co, cabeza-cabezón-cabezota, que había que partírsela de una vez. Y la gorda le dio un beso en la monda lironda cabezorra, y allí donde el beso, a pedrada limpia le sacaron sangre los hijos del administrador, esperándole escondidos, detrás de las zarzamoras florecidas.