lunes, 20 de mayo de 2013

Evelio Rosero / Encierros




Evelio Rosero
ENCIERROS

No nos permitían entrar a saludarlo. Comía a escondidas. Mariela daba unos discretos golpecitos a la puerta y entonces él abría. No alcanzábamos a verlo. Sus manos largas y velludas recibían temblorosamente cada plato, después empujaban la puerta. La única vez que pudimos verlo por entero fue cuando Mariela confirmó que no acudía a recibir los platos. Muy tranquila buscó la llave de la puerta y acompañada por los vecinos del edificio entró a la habitación. Minutos más tarde lo retiraron, acostado, sostenido entre sus propias sábanas. Nosotros comprendimos que se estaba muriendo, su rostro tenía el color y la textura de la cera cuando se derrite, sus ojos entreabiertos no mostraban mucha luz; daba jadeos breves y angustiantes. Sin embargo, pareció buscarme con la mirada. Yo sentí que me buscaba, y era cierto: me guiñó un ojo antes de desaparecer con los vecinos. Esa misma tarde Mariela hizo la limpieza en aquel cuarto, nosotros la acompañamos. Oímos sonar diez veces el desagüe en el water diminuto, como de juguete, con Mariela inclinada sobre él, cubriéndose las narices. Nos atormentaba el olor a alcohol, reconcentrado, que se desprendía de las paredes húmedas. Cuando terminamos Mariela puso sus brazos en jarra y nos estuvo mirando mucho tiempo. Finalmente me dijo, como la cosa más simple: “Ahora tú dormirás en esta habitación”.
Tuve que trastear mi catre y mi pupitre. Desde entonces Mariela golpea mi puerta y yo me asomo a recibir los platos. Sé muy bien que a los demás no les permite hablarme, y eso es algo que yo lamento porque este encierro es desolado. El tiempo en el reloj de la pared es tan lento como un suave parpadeo. Desde la ventana pequeñísima puedo ver las tardes, casi siempre anaranjadas, donde el viento persiste entre las calles. Por el cielo, más allá de los altos edificios, pasan las palomas, y yo he escrito: Son un aire blanco, desapareciendo. Debo estar agonizando escribo, y la ventana devuelve mi rostro en el cristal, consumiéndose. Algún día no abriré la puerta, no podré hacerlo, y Mariela vendrá con los vecinos a sacarme entre las sábanas. Yo, entonces, miraré a cualquiera de ellos, y haré un guiño, un suave guiño, cómplice, feliz.

Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1989, pp.14-15




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