Evelio Rosero
ENCIERROS
No
nos permitían entrar a saludarlo. Comía a escondidas. Mariela daba unos
discretos golpecitos a la puerta y entonces él abría. No alcanzábamos a verlo.
Sus manos largas y velludas recibían temblorosamente cada plato, después
empujaban la puerta. La única vez que pudimos verlo por entero fue cuando
Mariela confirmó que no acudía a recibir los platos. Muy tranquila buscó la
llave de la puerta y acompañada por los vecinos del edificio entró a la
habitación. Minutos más tarde lo retiraron, acostado, sostenido entre sus
propias sábanas. Nosotros comprendimos que se estaba muriendo, su rostro tenía
el color y la textura de la cera cuando se derrite, sus ojos entreabiertos no
mostraban mucha luz; daba jadeos breves y angustiantes. Sin embargo, pareció
buscarme con la mirada. Yo sentí que me buscaba, y era cierto: me guiñó un ojo
antes de desaparecer con los vecinos. Esa misma tarde Mariela hizo la limpieza
en aquel cuarto, nosotros la acompañamos. Oímos sonar diez veces el desagüe en
el water diminuto, como de juguete, con Mariela inclinada sobre él, cubriéndose
las narices. Nos atormentaba el olor a alcohol, reconcentrado, que se
desprendía de las paredes húmedas. Cuando terminamos Mariela puso sus brazos en
jarra y nos estuvo mirando mucho tiempo. Finalmente me dijo, como la cosa más
simple: “Ahora tú dormirás en esta habitación”.
Tuve
que trastear mi catre y mi pupitre. Desde entonces Mariela golpea mi puerta y
yo me asomo a recibir los platos. Sé muy bien que a los demás no les permite
hablarme, y eso es algo que yo lamento porque este encierro es desolado. El
tiempo en el reloj de la pared es tan lento como un suave parpadeo. Desde la
ventana pequeñísima puedo ver las tardes, casi siempre anaranjadas, donde el
viento persiste entre las calles. Por el cielo, más allá de los altos
edificios, pasan las palomas, y yo he escrito: Son un aire blanco,
desapareciendo. Debo estar agonizando escribo,
y la ventana devuelve mi rostro en el cristal, consumiéndose. Algún día no
abriré la puerta, no podré hacerlo, y Mariela vendrá con los vecinos a sacarme
entre las sábanas. Yo, entonces, miraré a cualquiera de ellos, y haré un guiño,
un suave guiño, cómplice, feliz.
Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro (y otros cuentos)
Carlos Valencia
Editores, Bogotá, 1989, pp.14-15
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