sábado, 1 de junio de 2013

Evelio Rosero / Sia-Tsi


Evelio Rosero
SIA-TSI

-¿Cómo te llamas? -preguntaron a Sia-Tsi los guerreros del déspota Wu-nung.
Sia-Tsi, que vivía en el reino de Lu y era partícipe de la escuela de Mo, guardó (como era de esperarse) un respetuoso silencio.
-Cómo te llamas -repitieron impacientes los guerreros, pues buscaban al anciano maestro desde hacía nueve años para matarlo. Pero no lo conocían y entonces, cada vez que iniciaban otra redada, bebían cada uno once tazones de vino amarillo para darse ánimos, pues se aseguraba que Sia-Tsi era poseedor de todos los lenguajes y lograba fácilmente llamar en su ayuda a los animales o las aves, o podía muy bien mimetizarse entre los árboles y flores o convertir a sus enemigos en cuervos ingrávidos, con sólo invocar dos o tres palabras antiguas.
-Cómo te llamas -siguieron insistiendo los guerreros, ebrios, sacudiendo sus sables relucientes, de un metal casi vivo, sediento de humedecerse y oscurecerse. Lo cierto es que estaban muy alarmados y tensos, pues por fin todas las descripciones coincidían con aquel anciano que (como era obvio) tenía una barba gris que le cubría los pies, y unos ojos muy hondos y negros que sin duda no miraban hacia el cuerpo sino más allá, hacia más adentro.
Evidentemente él y sólo él debía ser Sia-Tsi. Aún así, volvieron a repetir a gritos la pregunta: "Cómo te llamas".
-Nunca he podido responder a esa pregunta -respondió el anciano maestro-. Hoy podría tener un nombre, y mañana otro, ayer pude llamarme Sia-Tsi, que es el que ustedes buscan, pero mañana podría llamarme Yi-Po, y hoy me parece que debo llamarme Chou, que es un nombre acorde con este viento que nos rodea.
La respuesta del anciano los desconcertó. Y los hirió, además, su mirada, entre irónica y piadosa, que no se congelaba ante la fría cercanía de los sables apuntándolo. Por fin los guerreros, temerosos de permitirle el tiempo necesario para pronunciar palabras antiguas, le dijeron:
-Te estás burlando de nosotros, inútil anciano, y de todas formas vamos a matarte, para que no continúes reflexionando insensateces.
El anciano no pudo, ante semejante afirmación, evitar reír.
Un tiempo después, sobre la hierba tibia y anaranjada, Sia-Tsi continuaba convencido de no saber quién era realmente el que moría.




Evelio Rosero Diago
Cuento para matar un perro ( y otros cuentos)
Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1989, pp. 66-67




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