jueves, 28 de febrero de 2013

Juan Carlos Onetti / El cerdito



Juan Carlos Onetti
EL CERDITO

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.

Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto. 

Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo. 

Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, por que había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones. 

Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos. 

Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina. 

Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio: 

-Dale otro golpe. Por si las dudas. 

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo. 


lunes, 25 de febrero de 2013

Juan Carlos Onetti / La mano


LA MANO

A los pocos días de entrar en la fábrica, cuando pasaba para ir al baño, oyó que algunas compañeras murmuraban y del murmullo le quedó el desprecio:
–La leprosa.
Por su mano enguantada, la que durante años anteriores al guante supo esconder en la espalda o en la falda o en la nuca de algún compañero de baile.
No era lepra, no había caído ningún dedo y la intermitente picazón desaparecía pronto con el ungüento recetado. Pero era su mano enferma, a veces roja, otras con escamas blancas, era su mano y ya era costumbre quererla y mimarla como a un hijo débil, desvalido, que exigía un exceso de cariño.
Dermatitis, había dicho el médico del Seguro. Era un hombre tranquilo, con anteojos de vidrios muy gruesos. “Le dirán muchas palabras y le recetarán nombres raros. Pero nadie sabe nada de eso para curarla. Para mí, no es contagioso. Y hasta diría que es psíquico”.
      Y ella pensó que el viejo tenía razón porque, sin ser enana, su altura no correspondía a su edad; y su cara no llegaba a la fealdad, se detenía en lo vulgar, chata, redonda, ojos tan pequeños que su color desteñido no lograba mostrarse.
Así que para el baile de fin de año que ofreció el dueño de la fábrica para que los asalariados olvidaran por un tiempo sus salarios, consiguió comprarse un par de guantes que escondían las manos y trepaban hasta los codos.
Pero por miedo o desinterés nadie se acercó a invitarla a bailar y pasó la noche sentada y mirando.
Al amanecer, ya en su casa, tiró los largos guantes a un rincón y se desnudó, se lavó una y otra vez la mano enferma y en la cama, antes de apagar la luz, la estuvo sonriendo y besando. Y es posible que dijera en voz baja las ternuras y los apodos cariñosos que estuvo pensando.
   Se acomodó para el sueño y la mano, obediente y agradecida, fue resbalando por el vientre, acarició el vello y luego avanzó dos dedos para ahuyentar la desgracia y acompañar y provocar la dicha que le estaban dando. 

jueves, 21 de febrero de 2013

Juan Carlos Onetti / Los besos


LOS BESOS

Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.



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martes, 19 de febrero de 2013

Luisa Valenzuela / Visión de reojo


Luisa Valenzuela

VISIÓN DE REOJO


La verdá, la verdá, me plantó la mano en el culo y yo estaba ya a punto de pegarle cuatro gritos cuando el colectivo pasó frente a una iglesia y lo vi persignarse. Buen muchacho después de todo, me dije. Quizá no lo esté haciendo a propósito o quizá su mano derecha ignore lo que su izquierda hace o. Traté de correrme al interior del coche ­porque una cosa es justificar y otra muy distinta es dejarse manosear­ pero cada vez subían más pasajeros y no había forma. Mis esguinces sólo sirvieron para que él meta mejor la mano y hasta me acaricie. Yo me movía nerviosa. El también. Pasamos frente a una iglesia pero ni se dio cuenta y se llevó la mano a la cara sólo para secarse el sudor. Yo lo empecé a mirar de reojo haciéndome la disimulada, no fuera a creer que me estaba gustando. Imposible correrme y eso que me sacudía. Decidí entonces tomarme la revancha y a mi vez le planté la mano en el culo a él. Pocas cuadras después una oleada de gente me sacó de su lado a empujones. Los que bajaban me arrancaron del colectivo y ahora lamento haberlo perdido así de golpe porque en su billetera sólo había 7.400 pesos de los viejos y más hubiera podido sacarle en un encuentro a solas. Parecía cariñoso. y muy desprendido.

Luisa Valenzuela
Aquí pasan cosas raras
Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1996, p. 41



sábado, 16 de febrero de 2013

Luisa Valenzuela / Sursum corda


Luisa Valenzuela
SURSUM CORDA

Hoy en día no se puede hacer nada bajo cuerda: las cuerdas vienen muy finas y hay quienes se enteran de todo lo que está ocurriendo. Cuerdas eran las de antes que venían tupidas y no las de ahora, cuerdas flojas. Y así estamos, ¿vio? Bailando en la cuerda floja y digo vio no por caer en un vicio verbal caro a mis compatriotas sino porque seguramente usted lo debe de haber visto si bien no lo ha notado. Todos bailamos en la cuerda floja y se lo siente en las calles aunque uno a veces crea que es culpa de los baches. Y ese ligero mareo que suele aquejarnos y que atribuimos al exceso de vino en las comidas, no: la cuerda floja. Y el brusco desviarse de los automovilistas o el barquinazo del colectivero, provocados por lo mismo pero como uno se acostumbra a todo también esto nos parece natural ahora. Sobre la cuerda floja sin poder hacer nada bajo cuerda. Alegrémonos mientras las cosas no se pongan más espesas y nos encontremos todos con la soga al cuello.

Luisa Valenzuela
Aquí pasan cosas raras
Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1996, p. 25


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miércoles, 13 de febrero de 2013

Luisa Valenzuela / El principio de la especie



Luisa Valenzuela

EL PRINCIPIO DE LA ESPECIE

Me acerqué a la planta perenne de tronco leñoso y elevado que se ramifica a mayor o menor altura del suelo y estiré la parte de mi cuerpo de bípeda implume que va de la muñeca a la extremidad de los dedos para recoger el órgano comestible de la planta que contiene las semillas y nace del ovario de la flor.
   El reptil generalmente de gran tamaño me alentó en mi acción dificultosa que se acomete con resolución. Luego insté al macho de la especie de los mamíferos bimanos del orden de los primates dotado de razón y de lenguaje articulado a que comiera del órgano de la planta. Él aceptó mi propuesta con cierto sentimiento experimentado a causa de algo que agrada.
   Pocas cosas tienen nombre, por ahora. A esto que hicimos creo que lo van a denominar pecado. Si nos dejaran elegir, sabríamos llamarlo de mil maneras más encantadoras.


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domingo, 10 de febrero de 2013

Luisa Valenzuela / Uno de misterio


Luisa Valenzuela
UNO DE MISTERIO

Acá hay un sospechoso, qué duda cabe. Usted vuelve a releer el microrrelato, lo analiza palabra por palabra, letra por letra, sin resultado alguno. Nada. No se da por vencido. Gracias a la frecuentación de textos superbreves como el que tiene ante sus ojos usted sabe leer entre líneas, entonces se cala bien las gafas y ausculta el espacio entre las letras, entre los escasos renglones. No encuentra pista alguna. Es desconcertante. El sospechoso es más astuto de lo que suponía. Toma una lupa y revisa bien los veinte puntos, las veinte comas, sabe que debe esconderse en alguna parte. Piensa en el misterio del cuarto amarillo, cerrado por dentro. El sospechoso no puede haber salido del texto. Imposible. Busca el microscopio de sus tiempos de estudiante y escruta cada carácter, sobre todo el punto final que es el más ominoso. No encuentra absolutamente nada fuera de lo normal. Acude a una tienda especializada, compra polvillo blanco para detectar impresiones digitales y polvillo fluorescente para detectar manchas de sangre. Sigue las instrucciones al pie de la letra con total concentración y espera el tiempo estipulado sin percatarse del correr de las horas. Pasada la medianoche oye un ruido atemorizador, indigno. Está solo en la casa, en su escritorio, ante el relato que cubre apenas un tercio de la página. Insiste en su busca, no se asusta, no se impacienta, no se amilana, no se da por vencido.
   Y descubre, consternado, que para mí el sospechoso es usted.


jueves, 7 de febrero de 2013

Luisa Valenzuela / La cosa


LA COSA

Él, que pasaremos a llamar sujeto, y quien estas líneas escribe (perteneciente al sexo femenino) que como es natural llamaremos el objeto, se encontraron una noche cualquiera y así empezó la cosa. Por un lado porque la noche es ideal para comienzos y por otro porque la cosa siempre flota en el aire y basta que dos miradas se crucen para que el puente sea tendido y los abismos franqueados. Había un mundo de gente pero ella descubrió esos ojos azules que quizá –con un poco de suerte- se detenían en ella. Ojos radiantes, ojos como alfileres que la clavaron contra la pared y la hicieron objeto –objeto de palabras abusivas, objeto del comentario crítico de los otros que notaron la velocidad con la que aceptó al desconocido. Fue ella un objeto que no objetó para nada, hay que reconocerlo, hasta el punto que pocas horas más tarde estaba en la horizontal permitiendo que la metáfora se hiciera carne en ella. Carne dentro de su carne, lo de siempre. La cosa empezó a funcionar con el movimiento de vaivén del sujeto que era de lo más proclive. El objeto asumió de inmediato –casi instantáneamente- la inobjetable actitud mal llamada pasiva que resulta ser de lo más activa, recibiente. Deslizamiento de sujeto y objeto en el mismo sentido, confundidos si se nos permite la paradoja. 

Luisa Valenzuela
El libro que no muerde (1980)


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lunes, 4 de febrero de 2013

Robert Walser / El suave viento del Este


Robert Walser
EL SUAVE VIENTO DEL ESTE

Al suave viento del Este, colgado de la robusta rama de un roble, un gran duque que se había ahorcado agitaba los pies luchando por abandonar el reino de la absoluta certidumbre. Los idealistas descansaban tiesos en sus tumbas, implacable realidad. Qué cruel y afilada es mi pluma.


viernes, 1 de febrero de 2013

Robert Walser / El mendigo

Robert Walser
Robert Walser
EL MENDIGO

Pregunté por la señora y, cuando la tuve enfrente, le pedí un mendrugo de pan. Estaba hambriento. "Pues no lo parece", dijo ella con cara de asombro. "¿Tendrá no obstante la bondad de concederme el deseo?", añadí. Ella desapareció dentro de la casa; me sentía, en aquel pasillo tan aristocrático, como uno de esos jóvenes mendigos de Murillo. "Ruego me disculpe por presentarme ante usted sin los pantalones hechos jirones". Ella tenía en la mano un mendrugo de pan que me entregó mientras decía: "Se le nota que se está usted riendo de mí. Aquí tiene su pan, aunque no sea un mendigo".