Evelio Rosero
BAJO LA LLUVIA
Le preguntamos qué
hacía ahí, flotando en la calle, bajo la lluvia, y él respondió que nada, que
lo único que hizo fue saltar un poco, para evitar un charco, con la extraña
suerte de que no volvió a caer. “Y aquí estoy, como pueden ver”, dijo. Tenía
los ojos aguados, como alguien sorprendido por la emoción más inaudita, como
alguien a punto de llorar silenciosamente. Su corbata colgaba ondulante,
parecía lo único de él que pretendía continuar atándolo realmente a la tierra.
Y, sin embargo, también él parecía aceptar su situación, porque reconoció,
estupefacto: “Debo ser uno de los tantos casos raros que hoy existen en el
mundo”. Nos contó que al principio fue agradable. “Esto es como los pájaros”,
contó que había pensado, pero más tarde todo eso empezó a preocuparlo porque se
elevó un metro y después dos más y de pronto comenzó a decirnos que sentía que
otra vez iba a seguir elevándose, que lo ayudáramos. “¡Pronto, pronto!”,
gritaba.
“Su situación es
peligrosa”, reconoció alguien, “si sigue elevándose a ese ritmo un avión podría
quitarle la vida”. “Sería lo mejor”, sonrieron dos mujeres, “a quién se le
ocurre saltar un charco para no volver a caer”. “Esto hay que publicarlo”,
pensaron otros, “de lo contrario nadie va a creerlo”.
“Qué
podemos hacer”, le dijimos, “podríamos amarrarlo”.
“¡No, no!”, respondió él, esforzando la voz —porque ya se había
elevado cuatro o cinco metros más, de un solo tirón—, “no quisiera hacer el
ridículo, perdería mi puesto en el banco”. Se estuvo pensativo unos segundos.
“¿Entonces?”, le gritamos.
“Díganle a mi novia que hoy no pasaré por ella”, respondió él, más
resignado que impaciente. Decir aquello fue como arrojar el último lastre de su
vida. De un sacudón empezó a elevarse con la lentitud de un zepelín.
“Pero, dónde vive ella”, le preguntamos. Él nos gritaba una y otra
vez, repitiendo la dirección. Distinguimos cómo gesticulaba, desesperado.
Ninguno de nosotros alcanzó a escuchar dónde vivía su novia. Además, al verlo
desaparecer, nos pareció que su destino tenía tal viso de sospechosa fantasía
que ya a nadie realmente le importaba justificar su ausencia ante el mundo.
Evelio
Rosero
Cuento para matar un perro (y otros
cuentos)
Carlos
Valencia Editores, Bogotá, 1989, pp. 64-65
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