Ilustración de Triunfo Arciniegas |
LA MUCHACHA DEL BALCÓN
Dije que sólo me gustó Aspásia, pero no es
cierto; cuando pienso en Aspásia pienso que sólo me gustó ella, pero cuando
pienso en la otra sé que eso no es cierto. Hubo otra muchacha: me enamoré de
ella antes incluso de ver el blanco de sus ojos. Me quedaba viéndola desde
lejos, mientras ella, desde su ventana, veía algo que debía ser el mar. Desde
donde estaba veía el balcón, el comedor y el dormitorio. Dos veces por semana
él venía a verla. En esos días ella se pintaba un poco, se sentaba en la sala y
esperaba; después, cuando menos pensaba, aparecía, a veces al caer la noche,
otras veces mucho más tarde, cuando yo estaba ya cansado de esperar; metía la
llave en la puerta, entraba en la sala, no la besaba ni la saludaba, se quitaba
el saco, lo colocaba en el respaldo de la silla y se iba al cuarto.
Al día siguiente ella tardaba mucho en aparecer
en el balcón; cuando aparecía yo me concentraba y decía muy bajo, mira hacia
acá, mi amor, mira hacia acá, mirándola sin parpadear, hasta que los ojos me
ardían. Ella nunca me veía, ni siquiera miraba hacia donde yo estaba. Compré un
papagayo, lo llevaba hasta el balcón, para ver si ella me miraba; pero el
papagayo no decía ni una palabra y ella seguía mirando el mar. Compré una
corneta; cuando ella apareció soplé la corneta con todas mis fuerzas; no salió
ni el menor sonido; soplé, hasta que me quedé tonto. No tenía fuerza, hacía dos
días que no comía: me tomé dos yemas de huevo, me comí una rebanada de pan con
mantequilla, una lata de salchichas, seis plátanos y volví al balcón y soplé;
soplé sin conseguir sonido alguno, hasta que quedé mareado y vomité todo.
Acostado en la cama, todavía con el gusto ácido del vómito en la boca, pensé:
debe ser ciega, por eso no me ve; lo único que tengo que hacer es ir a hablar
con ella. Salí corriendo de la casa y subí, sin la menor indecisión, en su
edificio. Toqué el timbre. Ella abrió la puerta. De inmediato le dije,
jadeante, pues había subido por las escaleras, “sé que eres ciega, siempre te
veo desde el edificio de la Buarque de Macedo, quería decirte que soy tu
amigo.” Fue entonces cuando ella me interrumpió: “no soy ciega, ¿de dónde
sacaste esa idea tan idiota?, ¿estás loco? No te conozco, nunca te he visto.”
Pensé que me moría; me agarré de la pared para no caerme, y cerré los ojos. “¿Cómo
te llamas?”, me preguntó. Le dije. “Veamos”, continuó, “cuéntame bien esa
historia.” Allí, de pie en el corredor, le conté todo: “siempre te veo en el
balcón y me enamoré de ti.” “No necesitas ponerte rojo”, dijo sonriendo, “¿qué
hiciste con la corneta?” “Está en mi casa.” “Ven”, dijo, “enséñame tu casa.”
Entró, la seguí, hasta el balcón, desde donde le mostré mi departamento.
Permanecimos en el balcón, yo callado, ella riendo bajito.
Seguimos enamorados de lejos, hasta que un
día me llamó. “Mira”, dijo, “vamos a huir, hoy, o mejor aun, ahora, vámonos; sé
que no tienes dinero, pero yo sí tengo, iremos a un lugar lejos de Rio, una
ciudad grande a donde nadie nos halle, nunca más, pero vámonos ahora, no
podemos perder ni un minuto.”
Rubem
Fonseca, “El enemigo”, Los prisioneros (1963)
MESTER DE BREVERÍA
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