MANGONGA
Soy un
hombre hecho de fracasos.
Mi
búsqueda continuó con Mangonga. Él sí se puso alegre al volver a verme.
“Querido”, dijo, “ahora tengo una cita, pero tenemos mucho que platicar. Pasa
hoy por la noche a mi casa. A las nueve, no lo olvides”, y me dio su dirección.
A las
nueve yo estaba ahí. Mangonga, en calzoncillos, me abrió la puerta. Era una
fiesta. “Nadie aguanta este calor”, dijo. Los otros, seis mujeres y cinco
hombres, parecían sufrir también los efectos del calor, pues todos estaban en
paños menores. Una mujer bailaba un ritmo de macumba al son del tocadiscos. Mi
llegada fue saludada con alegría general y luego una señora me agarró del brazo
y dijo: “Me llamo Izete, soy tu pareja. Soy hija de japonés y amazonense y
tengo alma de geisha.”
“Mangonga”,
dije, “necesito hablar contigo.”
Puso un
vaso en mi mano. “Vamos a hablar mucho, jovenazo; pero no ahora ¿no ves que
estoy ocupado?” y empezó a besar a una fulana de bragas y sostén negros y unos
aretes tan largos que le rozaban los hombros.
La
geisha empezó a quitarme la ropa. “¡Mangonga!”, grité, pero había desaparecido.
Con excepción de la geisha nadie me ponía atención. Todos se reían; el
tocadiscos tocaba altísimo.
Poco
después ya me había bebido tres vasos de la porquería que la geisha me daba y
estaba sin camisa y sin zapatos. “¿Qué pasa contigo?”, preguntó la geisha.
“Necesito
hablar con Mangonga.”
“Ya
tendrás tiempo de hablar con él. Ahora ve si te animas. ¿O hay algún problema?
No tienes pinta de marica, ¿de casualidad no eres joto?”
Le
expliqué que no, que necesitaba hablar con Mangonga, que yo, además, no
estaba acostumbrado a hacer aquello en
conjunto.
“¿Vas a
decirme que nunca has estado en una orgía?”
“No.
Nunca. Tanta gente junta, esto me da un cierto...”
“Podemos
quedarnos solos en uno de estos cuartos. Esto está lleno de cuartos.”
“Pero
necesito hablar con Mangonga.”
“Después
hablas con él. ¡Serás el Bendito!”
“Discúlpame.”
“No es
una disculpa lo que quiero. Mira, hablas después con
Mangonga.
A propósito, ¿quién es Mangonga?”
Antes
de que le respondiera, un sujeto se aproximó y preguntó: “¿Qué tal, se están
divirtiendo?” Bailaba al son del tocadiscos, con un vaso en la mano. “Más o
menos”, respondí. Se balanceó: “Hoy bailo hasta el himno nacional. ¿Quieres
cambiar de mujer?” Jaló a una rubia que estaba cerca: “Una rubia por una
morena. Cambiar, cambiar siempre, ésa es mi filosofía de la vida.” Me volví
hacia la geisha: “Este tipo quiere que te cambie por la rubia.” “¿Ya?, aún no
hemos hecho nada.” “Ni lo vamos a hacer.” “Caballero”, dijo la geisha al tipo
que bailaba con el vaso en la mano, “el cambio está hecho.”
“Necesito
hablar con Mangonga”, dije a la rubia en cuanto nos quedamos solos.
“¿Quién
es Mangonga? Nunca más volveré a una orgía. Es algo horrible.”
“Ya lo
creo.”
“¿Entonces
por qué has venido?”
“Necesito
hablar con Mangonga. ¿Y tú por qué has venido?”
“¿Quién
es el Mangonga?”
Mangonga
había huido.
“Oiga”,
dije a un sujeto de anteojos sin aro.
“Oiga”,
respondió, “mi resaca empezó antes de tiempo.”
“¿Dónde
está Mangonga?”, pregunté.
“¿Cuál
Mangonga?”, respondió.
“Mangonga,
el dueño de la casa”, expliqué.
“El
dueño de la casa no se llama Mangonga.”
“¿Cómo
que no se llama Mangonga? Él me invitó, me abrió la puerta; un tipo barrigón.”
“¿Barrigón?
Casi todo el mundo aquí es barrigón; hasta las mujeres.”
“Mangonga,
el dueño de la casa”, insistí.
“El
dueño de la casa es aquél que está ahí. Tiene la manía del himno nacional; se
excita oyendo el himno nacional, no puede ir a la cama con alguna mujer sin oír
el himno nacional. Un tipo peculiar.”
“¿Él es
el dueño de la casa?”
“Sí.”
“¿Y el
Mangonga, el barrigón?”
“Yo
estoy barrigón.”
“Él
está más.”
“Lo
dudo”, dijo él, levantándose; su barriga era enorme, caía sobre las piernas.
“Tienes
razón. Tú ganas. ¿Dónde está él?”
“¿Quién?”
“El
Mangonga.”
“No lo
conozco.”
Busqué
en todos los cuartos. No había ni señal del Mangonga.
Fui
hacia el sujeto que tocaba el himno nacional. Lo sacudí. “Hey, hey.” Abrió los
ojos: “¿Qué hay, amigo?”
“¿Conoces
a Mangonga?”, pregunté.
“¿Cuál
Mangonga?”
“Un
tipo que estaba aquí en la fiesta. Él me invitó.”
“No sé
quién es”, dijo moviendo la nariz.
“Quizá
lo conozcas por su nombre. ¿Eres el dueño de la casa?”
“Sí.”
“Fue el
que me abrió la puerta.”
“No lo
vi.”
“¿A
quiénes invitaste? Ve diciéndome y yo te digo quién es el
Mangonga.”
“Yo no
invité a nadie. Fueron esas putas las que invitaron. Es mejor que les preguntes
a ellas.”
Hablé
con cinco mujeres que estaban en la sala. Ninguna conocía al Mangonga. Era como
si no existiera.
Estaba
medio borracho. Es bueno emborracharse. Dan ganas de cerrar los ojos y respirar
hondo. Era una pena que el desorden fuera tan grande. El dueño de la casa
cantaba el himno nacional al tiempo que bailaba completamente desnudo. Qué
calor hacía. El hijo de puta del Mangonga se había ido. Fui con el tipo que
estaba con la geisha y le dije: “Devuélve a la geisha, si no acabo con la
fiesta.” “Debería estar feliz”, dije a la geisha, pues ya había bebido
bastante. Pero no lo estaba. El hombre es un animal solitario, un animal
infeliz, sólo la muerte puede ponernos de acuerdo. La muerte será mi sosiego.
Mangonga, ¿a dónde se fue nuestro tiempo de jóVenes?, era bueno, era mágico,
volábamos, resucitábamos como Jesucristo
y tampoco teníamos ni biblioteca, ni enciclopedia británica, la vida sin
enredos, sin religión, ay, qué ganas de llorar, mi niña de ojos rasgados,
déjame llorar en tus hombros, por el amor de Dios, así, por el amor de Dios, no
te burles ni me rechaces mientras lloro en tu pecho, gracias, qué alivio, deja
que solloce como un niño, qué paz, amiga mía, qué olvido, eres buena, te amo,
qué ganas de morir ahora, ahora que estoy feliz, morir ahora que encontré...
pero no he encontrado, no he encontrado, de qué sirve fingir, odio a la gente,
el dolor está hecho de pequeños alivios, el hombre es podredumbre, Pascal,
cloaca del universo, una quimera, no sirve fingir, el mañana siempre es igual,
caminamos erguidos por la calle, la amargura nos devora, ¿de qué sirven los
pequeños alivios? Desgraciados instintos, preparamos cuidadosamente nuestra
propia pudrición, las visceras están escondidas y Dios no existe. Qué misión
(horrible), qué condición.
Rubem
Fonseca, “El enemigo”, Los prisioneros
(1963)
MESTER DE BREVERÍA