Sonia lava la ropa
Los
vecinos del primer piso oyen el agua caer por los tubos. Es la una de
la madrugada. Sonia escurre la camisa y la cuelga en el cable del patio.
Ahora se encarga del pantalón. Lo pone con cuidado sobre el lavadero de
piedra y lo estrega con rabia. No quiere despertar a los niños. Remoja
cada prenda con sutileza. Impidiendo que las gotas golpeen fuerte sobre
el agua estancada. Sonia se avergüenza de la poca ropa que tiene su
familia. Poca, desgastada, alguna rota. Sin embargo, prefiere extenderla
en el patio de afuera y que los vecinos vean lo que le ofrece su
marido, su vida de miseria. Es su marido quien la obliga a extenderla
adentro, donde tarda más en secarse. Él sabe que así conserva su imagen
exterior de buen padre. Para Sonia, su marido es un hijueputa que mil
veces le ha prometido una lavadora. Cuando tiene el dinero, se
desaparece varias noches y regresa con la ropa vuelta nada, oliendo a
perfume de ramera. Sonia piensa en esto y empuña las medias y las
desliza con violencia sobre las grietas del lavadero. Siguen manchadas.
Las remoja con un poco de cloro y las vuelve a estregar. Ni los químicos
estropean sus manos: los callos siguen intactos. Sólo le faltan los
calzoncillos, salpicados con grumos amarillentos que Sonia no se atreve a
mirar con detalle. Les lanza tres cocas de agua y les pasa cuatro veces
la barra de jabón. Con una mano sostiene firme y con la otra frota con
vehemencia. Las venas de los brazos le brotan como raíces. Suda. El
sudor cae. Se mezcla con el agua sucia. Los escurre. Los levanta. A
contraluz revisa que estén limpios. Los cuelga y se suelta el pelo. Se
lo mece. Se abanica el cuello con un pedazo de cartón. El trabajo está
casi terminado. Haciendo un gran esfuerzo, arrastra el cadáver unos
centímetros. Ya sólo le falta limpiar el charco de sangre.
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