Tomé
el bus de las 8:15. El horario me parece perfecto por dos cosas.
Primera: ha pasado la hora pico, los conductores son más amables.
Segunda: el bus va lleno pero no hay gente estorbando en el pasillo.
Había una silla disponible pero preferí mantenerme de pie —soy de los que se ufanan de obtener sus cosas con méritos propios—.
Quien sí tomó asiento fue un joven bajo, moreno y flaco, de ojos verdes
y cejas espesas. Vestía ropa de marca y portaba un escapulario como
cadena. Inmediatamente pensé en la descripción que hizo Vallejo de los
sicarios. Mi siguiente reacción fue alejarme. Me desplacé dos posiciones
en horizontal, quedando ubicado bajo la escotilla principal. Era
septiembre, temporada de lluvias; las personas habían guardado las
cometas para desempolvar sus suntuosas chaquetas, sus bufandas, gabanes,
botas de cuero. Definitivamente me gusta septiembre, la gente viste más
elegante. Pero no me gusta que me den órdenes. “¿Perdón?”. “Que cierre
la escotilla”, repitió el viejo, “¿no ve que nos estamos mojando?”.
Entiendo que esté desesperado, pero ni siquiera me pidió el favor,
pensé. Y, mientras pensaba, las gotas seguían colándose al interior del
vehículo. El viejo introdujo sus manos en los bolsillos internos de la
chaqueta, como si fuera a sacar un arma. Retrocedí. Luego el viejo
encogió sus hombros, ocultando su cabeza, como cualquier tortuga en
peligro. No estaba armado, sólo quería resguardarse del frío, y su
escasa altura no le bastaba para cerrar la escotilla. Lo vi tan
indefenso que cedí. Ya con la escotilla cerrada, el bus continuó su
recorrido en silencio. Me agaché un poco y, a través de una ventana
empañada, vi por dónde íbamos: hacía mucho habíamos cruzado el retén y
por pensar tantas tonterías no me había percatado. Saqué mi revólver y
me hice lo del día.
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