Marguerite Duras
MUJERES DE SAIGON
Ya estoy advertida. Sé algo. Sé que no son los
vestidos lo que hacen a las mujeres más o menos hermosas, ni los tratamientos
de belleza, ni el precio de los potingues, ni la rareza, el precio de los
atavíos. Sé que el problema está en otra parte. No sé dónde. Sólo sé que no está
donde las mujeres creen. Miro a las mujeres por las calles de Saigón, en los
puestos de la selva. Las hay muy hermosas, muy blancas, prestan gran cuidado a
su belleza, aquí, sobre todo en los puestos de la selva. No hacen nada, sólo se
reservan, se reservan para Europa, los amantes, las vacaciones en Italia, los
largos permisos de seis meses, cada tres años, durante los que podrán por fin
hablar de lo que sucede aquí, de esta existencia colonial tan particular, del
servicio de esa gente, de los criados, tan perfecto, de la vegetación, de los
bailes, de estas quintas blancas, grandes como para perderse en ellas, donde
habitan los funcionarios durante sus remotos destinos. Ellas esperan. Se visten
para nada. Se contemplan. En la penumbra de esas quintas se contemplan para más
tarde, creen vivir una novela, ya tienen los amplios roperos llenos de vestidos
con los que no saben qué hacer, coleccionados como el tiempo, la larga sucesión
de días de espera. Algunas se vuelven locas. Algunas son abandonadas por una
joven criada que se calla. Abandonadas. Se oye cómo la palabra las alcanza, el
ruido que hace, el ruido de la bofetada que da. Algunas se matan.
Marguerite
Duras
El amante
Barcelona,
Tusquets, 1984, pp. 27- 28
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