Angel Olgoso
LOS OJOS
Me sucede en ocasiones, al contemplar con detenimiento los ojos de mi esposa, que no veo por un instante su delicada forma almendrada, casi bizantina, ni el centelleo de sus pupilas de color oporto, su calidad de espejo, de prístino horizonte de eternidad, sino dos canicas monstruosas, de presencia simétrica y desencajada, dos esferas blancas, atroces, desproporcionadas, carentes de párpados y pestañas, que se hospedan precariamente en el reborde de las órbitas; y, si no aparto pronto mi mirada, creo sufrir el nervioso asedio de dos globos de cristal soplado que pertenecieran a la cabeza de un pesadillesco limúlido de las profundidades.
Nada hay más difícil que asimilar la realidad escondida bajo la superficie, esto explica que ya nunca bese sus labios, una rendija tibia, fina y apenas entreabierta, pero del tamaño suficiente como para permitir que asomen los dientes, esos huesos desnudos.
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