viernes, 26 de abril de 2013

Lydia Davis / Los cedros

Mujer árbol
Erick Menchú

Lydia Davis

LOS CEDROS


Cuando nuestras mujeres se convirtieron en cedros se reunieron en un rincón del cementerio a gemir al viento impetuoso. Al principio, sin nuestras esposas, nuestros espíritus se elevaron y pensamos que era hermoso el sonido. Pero, cuando dejamos de ser conscientes de aquel sonido, fuimos perdiendo el sosiego, y peleábamos más a menudo entre nosotros.
Fue en el año de los vientos impetuosos. Nunca se había desencadenado semejante tumulto en nuestro pueblo. Los gorriones no volaban, sino que viraban de repente y caían en rincones tranquilos; las tejas se desprendían de los tejados y se hacían añicos contra el pavimento. Los arbustos azotaban nuestras ventanas bajas. Noche tras noche bebíamos como locos y caíamos dormidos en brazos de otro.

Cuando llegó la primavera, el viento amainó y el sol brillaba. Al atardecer, largas sombras cubrían nuestro suelo, y sólo el fulgor de una hoja de cuchillo sobrevivía en la oscuridad. Y la oscuridad cubrió también nuestros espíritus. No teníamos una palabra agradable para nadie. íbamos a nuestras tierras de mala gana. En silencio clavábamos la mirada en los forasteros que venían a ver nuestra fuente y nuestra iglesia: nos apoyábamos en el borde de la fuente, con las botas cruzadas, y nuestros perros, cojos, se alejaban asustados de nosotros.

Luego la carretera se hundió. No venían forasteros. Ni siquiera el sacerdote ambulante se atrevía a entrar en el pueblo, aunque el sol encendía el agua de la fuente, y el valle, en la distancia, estaba blanco de nogales y árboles frutales en flor, y el calor se filtraba en las piedras rosa de la iglesia y menguaba al anochecer. Los gatos paseaban por el camino destrozado, de puerta en puerta. Los pájaros cantaban en el bosque, a nuestras espaldas. Esperábamos en vano visitantes. El hambre nos roía el estómago.

Por fin, en lo más hondo de los cedros, nuestras esposas se conmovieron y pensaron en nosotros. Y perezosamente, indiferentes, nos pareció, volvieron a casa. Miramos sus labios mezquinos, sus ojos duros, y se nos ablandó el corazón. Bebimos del sonido de sus voces ásperas como hombres que salen del desierto.





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