Mujer árbol Erick Menchú |
Lydia Davis
LOS CEDROS
Cuando nuestras mujeres se convirtieron en cedros se reunieron en un rincón del cementerio a gemir al viento impetuoso. Al principio, sin nuestras esposas, nuestros espíritus se elevaron y pensamos que era hermoso el sonido. Pero, cuando dejamos de ser conscientes de aquel sonido, fuimos perdiendo el sosiego, y peleábamos más a menudo entre nosotros.
Fue en el año de los vientos impetuosos. Nunca se había desencadenado semejante tumulto en nuestro pueblo. Los gorriones no volaban, sino que viraban de repente y caían en rincones tranquilos; las tejas se desprendían de los tejados y se hacían añicos contra el pavimento. Los arbustos azotaban nuestras ventanas bajas. Noche tras noche bebíamos como locos y caíamos dormidos en brazos de otro.
Fue en el año de los vientos impetuosos. Nunca se había desencadenado semejante tumulto en nuestro pueblo. Los gorriones no volaban, sino que viraban de repente y caían en rincones tranquilos; las tejas se desprendían de los tejados y se hacían añicos contra el pavimento. Los arbustos azotaban nuestras ventanas bajas. Noche tras noche bebíamos como locos y caíamos dormidos en brazos de otro.
Cuando llegó la primavera, el viento amainó y el sol brillaba. Al atardecer, largas sombras cubrían nuestro suelo, y sólo el fulgor de una hoja de cuchillo sobrevivía en la oscuridad. Y la oscuridad cubrió también nuestros espíritus. No teníamos una palabra agradable para nadie. íbamos a nuestras tierras de mala gana. En silencio clavábamos la mirada en los forasteros que venían a ver nuestra fuente y nuestra iglesia: nos apoyábamos en el borde de la fuente, con las botas cruzadas, y nuestros perros, cojos, se alejaban asustados de nosotros.
Luego la carretera se hundió. No venían forasteros. Ni siquiera el sacerdote ambulante se atrevía a entrar en el pueblo, aunque el sol encendía el agua de la fuente, y el valle, en la distancia, estaba blanco de nogales y árboles frutales en flor, y el calor se filtraba en las piedras rosa de la iglesia y menguaba al anochecer. Los gatos paseaban por el camino destrozado, de puerta en puerta. Los pájaros cantaban en el bosque, a nuestras espaldas. Esperábamos en vano visitantes. El hambre nos roía el estómago.
Por fin, en lo más hondo de los cedros, nuestras esposas se conmovieron y pensaron en nosotros. Y perezosamente, indiferentes, nos pareció, volvieron a casa. Miramos sus labios mezquinos, sus ojos duros, y se nos ablandó el corazón. Bebimos del sonido de sus voces ásperas como hombres que salen del desierto.
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