Fleur Jaeggy
La sala aséptica
Una vez Ingeborg y yo hablamos de la vejez, ella sonreía al oír esa palabra, pero esa palabra no iba acompañada ni del corazón ni de una verdadera sonrisa. Yo imaginaba una longevidad sin muerte, una casa de campo, un muro, le describía la arquitectura exterior y la ataba con una cuerda. Y un jardín entre los muros y todavía le decía nosotras dos. Estaba terriblemente convencida. La soberbia convicción de lo que no se cumple. Imaginábamos las visitas, los huéspedes y hablábamos de los nombres de los huéspedes, bebiendo un gin-tonic. Ella sentada en el sofá Biedermeier, de madera rubia —la tapicería a rayas, la mesa redonda Biedermeier con un jarro de flores parecían escuchar. Sin embargo, no me convencía del todo su participación, estaba amable y algo distraída. «¿No quieres que vayamos a vivir juntas cuando seamos viejas?» Yo insistía. Entonces Ingeborg (creo que para complacerme) asentía. Pero lo hacía como si no previera un futuro. Yo no hablaba de vejez como futuro, más bien como de una premonición, un temor...
La vejez, dijo, es horrible. Pero todo es horrible, le decía yo. Con una especie de alegría. Intentaba convencerla de que todo es realmente horrible (en aquel momento nuestras vidas no iban mal en absoluto) y no en broma. Entonces sus ojos irradiaban felicidad, y pasaron los años. Breves. Iba todos los días al Sant’Eugenio, unidad de grandes quemados. Dos veces entré en una sala que debía ser aséptica.
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