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a poseí a los ocho años en medio de nuestros juegos
infantiles. Desde entonces no he dejado de hacerlo, con regularidad, durante
tanto tiempo. Si llueve, la poseo despacio, para armonizar su rumor (el de sus
piernas recogidas sobre la sábana) al de la lluvia que cae. Si el día es
templado, la poseo con violencia para dejarla completa y terminada, como un
cuadro.
Entonces,
a las ocho años, la tomé sin querer, estrechándola en un juego. Mi mano fue
como un insecto horadando un laberinto. Y qué sorpresa de patios y desvanes. El
premio fue el agua dulce que le manó entre las piernas y mojó las enredaderas,
la enamorada del muro y las campánulas, como una lluvia inesperada y saludable.
No he dejado nunca de beber en esa fuente: ella me ha ofrecido su jugo todos
los días.
A
los ocho años yo le regalé una luciérnaga, y ella me dio una flor. La
luciérnaga la conservó en una caja, junto a una rama de pino; la flor la guardé
en las páginas de un libro, donde dibujó un redondel aroma. Desde que la poseí
por primera vez a los ocho años no he dejado de hacerlo. A menudo ella me dice:
-Me
hubiera gustado que me poseyeras a los ocho años, en medio de nuestros juegos.
Y que desde entonces no dejaras de hacerlo nunca, colocando tu suave mano sobre
mi vientre, allí donde termina en hondonada. Y me hubieras alcanzado animales
pequeños en sus cajas, como testimonio de tu amor y cubrieras mi cuerpo desnudo
de hojas lanceoladas recogidas del jardín, que fueran dejándome por las
estaciones de la piel su olor y su humedad. Sobre las cuales pasarías tu
lengua, para arrancármelas, cuando ellas se me hubieran fijado al cuerpo.
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