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Ilustración de Andreas Sjöden |
Alice Munro
FELIZ
Durante años pensé que volvería a encontrarme con Alister. Vivía, y aún vivo, en Toronto, y creía que todo el mundo acababa en Toronto alguna vez, aunque fuera de paso. Claro que eso no garantiza que vayas a ver a esa persona, suponiendo que lo desearas.
Al fin sucedió. Cruzando una calle concurrida, donde ni siquiera se podía aminorar el paso. Caminando en direcciones opuestas. Mirando al mismo tiempo, visiblemente impresionados, nuestros rostros maltratados por el tiempo.
—¿Cómo estás? —me gritó.
—Bien —contesté. Y, por si acaso, añadí —: Feliz.
En aquel momento era verdad solo en general. Arrastraba una especie de discusión farragosa con mi marido, por el pago de una deuda en la que se había metido uno de sus hijos. Aquella tarde había ido a ver una exposición en una galería de arte, para despejarme.
Me contestó una vez más.
—Bien hecho.
Aún pareció que podríamos abrirnos paso entre el gentío, que en un momento estaríamos juntos. Tan inevitable, sin embargo, como que seguiríamos nuestro camino. Y eso hicimos. No hubo un grito entrecortado, ni una mano en el hombro cuando llegué a la acera. Solo el destello que capté en uno de sus ojos, apenas más abierto que el otro. El ojo izquierdo, tal como lo recordaba, siempre el izquierdo, que le daba aquella expresión de extrañeza, alerta y asombro, como si se le acabara de ocurrir una idea tan descabellada que diera risa.
Para mí fue igual que cuando me marché de Amundsen en aquel tren, todavía aturdida y perpleja.
La verdad es que en el amor nada cambia demasiado.
Alice Munro
"Amundsen"
Mi querida vida
Lumen, Barcelona, 2013
HAPPY
by Alice Munro
For years I thought I might run into him. I lived, and still live, in Toronto. It seemed to me that everybody ended up in Toronto at least for a little while. Of course that hardly means that you will get to see that person, provided that you should in any way want to.
It finally happened. Crossing a crowded street where you could not even slow down. Going in opposite directions. Staring, at the same time, a bare shock on our time-damaged faces.
He called out, “How are you?” And I answered, “Fine.” Then added for good measure, “Happy.”
At the moment this was only generally true. I was having some kind of dragged-out row with my husband, about our paying a debt run up by one of his children. I had gone that afternoon to a show at an art gallery, to get myself into a more comfortable frame of mind.
He called back to me once more:
“Good for you.”
It still seemed as if we could make our way out of that crowd, that in a moment we would be together. But just as certain that we would carry on in the way we were going. And so we did. No breathless cry, no hand on my shoulder when I reached the sidewalk. Just that flash, that I had seen in an instant, when one of his eyes opened wider. It was the left eye, always the left, as I remembered. And it always looked so strange, alert and wondering, as if some whole impossibility had occurred to him, one that almost made him laugh.
For me, I was feeling something the same as when I left Amundsen, the train carrying me still dazed and full of disbelief.
Nothing changes really about love.
From “Amundsen,” which appeared in “Dear Life”