Roberto Fontanarrosa
DE LA LITERATURA NIPONA
Tsé-Hu-Tchen, mandarín de Kiusiu, se hallaba reposando en los jardines
de su palacio. De repente, apareció un caballo y le mordió una rodilla.
Min-Tsú, esposa de Tsé-Hu-Tchen, acudió presurosa, dispuesta a espantar al corcel con una palmeta.
-Déjalo, déjalo –le dijo Tsé-Hu-Tchen.
Min-Tsú, esposa de Tsé-Hu-Tchen, acudió presurosa, dispuesta a espantar al corcel con una palmeta.
-Déjalo, déjalo –le dijo Tsé-Hu-Tchen.
Poco después el animal se marchó tan
sigiloso como había llegado.
-Debiste haberme permitido que lo asustase –reprochó Min-Tsú a su marido.
-Bien sabes –dijo entonces Tsé-Hu-Tchen- que ese caballo puede ser la reencarnación de nuestro amado hijo Ho-Knien-Tsí, muerto en el combate naval de Ngen-Lasha.
-¡Sigue, sigue! –se quejó la mujer-. ¡Sigue malcriándolo!
-Debiste haberme permitido que lo asustase –reprochó Min-Tsú a su marido.
-Bien sabes –dijo entonces Tsé-Hu-Tchen- que ese caballo puede ser la reencarnación de nuestro amado hijo Ho-Knien-Tsí, muerto en el combate naval de Ngen-Lasha.
-¡Sigue, sigue! –se quejó la mujer-. ¡Sigue malcriándolo!
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