domingo, 27 de mayo de 2012

Stephen King / El asesino


Ilustración de Kazuhiro Kakamura

Stephen King
EL ASESINO

De repente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar nada, ni siquiera su nombre. La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje y cintas transportadoras, con el sonido de las piezas que estaban siendo ensambladas. Tomó uno de los revólveres, ya terminados, de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada. Recogió el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas. "¿Quién soy?" -le dijo pausadamente, indeciso. El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no lo había escuchado."¿Quién soy? ¿Quién soy?" -gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista. Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Lo golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara golpeó la caja de balas que se derramaron sobre el suelo. Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más. Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a un guarda caminando sobre una rampa de vigilancia. "¿Quién soy?" -le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta. Pero el guarda miró hacia abajo, y comenzó a correr. Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El guarda se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared. Una sirena comenzó a aullar ruidosamente. "¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!" -bramaron los altavoces. Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando. Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y se dirigió hacia ella. La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo. Corrió en otra dirección, pero más guardas llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar! Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había allí más hombres uniformados. Lo tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver. Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta de que sólo quiero saber quién soy!" Dispararon, y los rayos de energía lo abatieron. Todo se volvió oscuro... "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda."No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? “Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien”.
Observaron cómo el camión de reparación de robots desaparecía por la curva.

“The Killer” (1961)








jueves, 24 de mayo de 2012

Ramón Gómez de la Serna / La mano

Ramón Gómez de la Serna

LA MANO

El doctor Alejo murió asesinado. Indudablemente murió estrangulado. Nadie había entrado en la casa, indudablemente nadie, y aunque el doctor dormía con el balcón abierto, por higiene, era tan alto su piso que no era de suponer que por allí hubiese entrado el asesino. La policía no encontraba la pista de aquel crimen, y ya iba a abandonar el asunto, cuando la esposa y la criada del muerto acudieron despavoridas a la Jefatura. Saltando de lo alto de un armario había caído sobre la mesa, las había mirado, las había visto, y después había huido por la habitación, una mano solitaria y viva como una araña. Allí la habían dejado encerrada con llave en el cuarto. Llena de terror, acudió la policía y el juez. Era su deber. Trabajo les costó cazar la mano, pero la cazaron y todos le agarraron un dedo, porque era vigorosa corno si en ella radicase junta toda la fuerza de un hombre fuerte.¿Qué hacer con ella? ¿Qué luz iba a arrojar sobre el suceso? ¿Cómo sentenciarla? ¿De quién era aquella mano? Después de una larga pausa, al juez se le ocurrió darle la pluma para que declarase por escrito. La mano entonces escribió: «Soy la mano de Ramiro Ruiz, asesinado vilmente por el doctor en el hospital y destrozado con ensañamiento en la sala de disección. He hecho justicia».



sábado, 19 de mayo de 2012

Esteban Dublín / Curiosidad


Esteban Dublín
CURIOSIDAD

Yo estaba petrificada. Mi marido llegó a la casa preocupado, angustiado, mirando de un lado para otro. Dijo que debíamos salir de la ciudad, que ese lugar no era para nosotros. Empacamos nuestras cosas y salimos corriendo. Es cierto que me advirtió que mirara hacia el frente, que mejores cosas vendrían para nosotros. Pero no crean que fue tan fácil abandonar así como así el lugar en el que viví durante tanto tiempo. De todas formas, si le hubiera hecho caso a Lot, estaría con él y no convertida en esta puta estatua de sal.

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BIOGRAFÍA DE ESTEBAN DUBLÍN


miércoles, 16 de mayo de 2012

Esteban Dublín / Historia de un hombre que apostó al 16 negro




Esteban Dublín
LA HISTORIA DE UN HOMBRE  QUE APOSTÓ
AL 16 NEGRO EN LA RULETA
SU CASA, LOS AHORROS DE VEINTITRÉS AÑOS  Y UN RELOJ

Mierda.


Lea, además
BIOGRAFÍA DE ESTEBAN DUBLÍN



lunes, 7 de mayo de 2012

Brian Boyd / El arte de matar mariposas

Vladimir Nabokov
Foto de Philippe Halsman

Brian Boyd
EL ARTE DE MATAR MARIPOSAS


Hasta ese día, Nabokov había matado a sus mariposas colocándolas en vasos llenos de hidrófilo empapado en carbono. Los coleccionistas amercianos le enseñaron el método mucho más simple de apretar a la mariposa con el índice y el pulgar cogiéndola por el tórax. Así se mata a la criatura en el acto, a fin de meterla directamente en un sobre pequeño y ligero y desplegarla más tarde, incluso años después, cuando más convenga.



Brian Boyd
Vladimir Nabokov. Los años dorados
Barcelona, Anagrama, 2006, p. 158





sábado, 5 de mayo de 2012

Enrique Anderson Imbert / El suicida



Enrique Anderson Imbert
EL SUICIDA

Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
         Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.