Como no admiten mujeres en el salón de juegos, los hombres cuelgan la suya en el ropero y la reclaman al final de la jornada. A veces, debido a la embriaguez o el cansancio, la desilusión de la derrota o el éxtasis de la victoria, se confunden de mujer y se llevan la del prójimo a casa hasta el siguiente juego.
No entiendo. Si mi madre me quiere tanto, por qué los otros se apartan con asco. Le pregunto por qué no tienen estas garras y estos pelos y, molesta, me lanza un picotazo.