JPB
Cámara de gas
Al principio fue algo breve y nebuloso, más cercano al tacto o al olfato que a la vista. De pronto, subiendo la escalera, un peso terrorífico en las manos, como si en lugar de fruta y mortadela hubiera piedra y yunques en las bolsas de la compra, y luego un gusto a barro y sangre seca al fondo de la lengua. O, en el trastero, sentir durante dos o tres segundos las manos atadas a la espalda y un agua helada hiriendo los tobillos.
Después se fue volviendo más preciso, más largo, más frecuente. Recuerdo el coche convirtiéndose en un tren, la ventanilla en un hueco entre dos tablas, la calle y los semáforos en los campos helados de Polonia. Por fin irrumpió en casa: mi cuarto se fue haciendo un barracón, mi cama una litera compartida con seis presos escuálidos.
El último lugar ha sido el baño. Mañana, cuando encuentren mi cuerpo en la bañera, dirán que fue un desmayo y que me ahogué. Y no podrán saber, como yo sé, que no va a ser el agua lo que anegue mis pulmones, ni la pera de mi ducha la que miren mis ojos antes de nublarse.
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