El leopardo
Parado en la ventana, tras la cortina, observaba jugar a Pedro, Camilo y Fercho. Los miraba escondido porque se burlaban de mí. “Eres un mariquita”, decían. Con el tiempo supe que no los necesitaba. Tenía conmigo al leopardo. Dormía a mi lado y cuando mamá entraba al cuarto decía que olía a porquería. Mi leopardo desaparecía y volvía en las noches. Lo alimentaba con pollos y carne que robaba del refrigerador. Papá empezó a quejarse por la desaparición de la comida pero mi leopardo crecía y necesitaba alimentarse. Mamá no volvió a surtir la nevera y una noche apenas pude darle papas y tomates. El leopardo se ponía de mal humor y no me dejaba dormir. “Anoche escuché ruidos en tu cuarto”, dijo un día papá acariciando mi cabeza. Desde mis ojos el leopardo lo miraba. “De ahora en adelante vamos a comer en la calle, jovencito”, dijo oliéndose la mano. “Y lávate bien la cabeza”.
El leopardo llevaba dos días sin comer y se paseaba por mi cuarto como si estuviera enjaulado. Quise hacer mis tareas y encontré la gorra que le había robado a Pedro. Se la acerqué, la olió y me miró. Le abrí la ventana y salió.
Así fueron desapareciendo mis amigos. La policía cree que el asesino es un hombre comeniños. Cuando se enteren de todo y vengan a mi cuarto cerraré los ojos y dejaré que los ataque.