Foto de Rodney Smith |
María del Rosario Laverde
PESADILLA
Ya había olvidado la voz de mi padre cuando volví a verlo. Traía puesta la misma ropa con la que lo encontraron a la orilla de un río cuyo nombre desconozco y conservaba el aspecto de un hombre de cuarenta y tres años, con la barba igual de descuidada y la sonrisa profunda y triste. Yo, en cambio, me había convertido en una mujer de cuarenta años que nunca superó su partida. Tremendo susto nos llevamos mi madre y yo al oír que alguien metía una llave en la cerradura y fue más el susto cuando la puerta se abrió y mi padre entró con una muchacha. Nos saludó como si nos hubiera visto ayer. Durante toda mi vida dudé que la caja que enterramos en el Cementerio Central guardara su cuerpo, que no me dejaron ver. Según los adultos, ya no era el de antes debido a la descomposición. Al tenerlo frente a mí quise gritarle a todos que yo tenía razón, que el muerto no era él, pero sólo estábamos mi madre y yo, mi padre y la muchacha. Mi madre, que recién había llegado a los setenta, más despreciable que nunca, permaneció inmóvil, expectante, incómoda. Yo, convertida en una niña pequeña, no paraba de hacer preguntas. Oí de nuevo la frase que tantas veces me dijo por teléfono: “Eres tú, novia mía?”, y las lágrimas no se hicieron esperar. Se acercó a la muchacha y con la mano en su hombro, nos dijo que era su hija y rápidamente añadió que solo venía por unas cosas.
Lo he compartido. Me gusta! Saludos!!!
ResponderEliminarUn relato que rezuma ternura y nostalgia. Precioso. Saludos
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