domingo, 7 de julio de 2013

James Joyce / El desterrado



James Joyce
EL DESTERRADO

Eran más de las nueve cuando dejó el pub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al parque por el primer portón y caminó bajo los árboles esmirriados. Caminó por los senderos yermos por donde habían andado cuatro años atrás. Por momentos creyó sentir su voz rozar su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo a escuchar. ¿Por qué le había negado a ella la vida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió que su existencia moral se hacía pedazos.

      Cuando alcanzó la cresta de Magazine Hill se detuvo a mirar a lo largo del río y hacia Dublín, cuyas luces ardían rojizas y acogedoras en la noche helada. Miró colina abajo y, en la base, a la sombra del muro del parque, vio unas figuras caídas: parejas. Esos amores triviales y furtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomía la rectitud de su vida; sentía que lo habían desterrado del festín de la vida. Un ser humano parecía haberlo amado y él le negó la felicidad y la vida: la sentenció a la ignominia y a morir de vergüenza. Sabía que las criaturas postradas allá abajo junto a la muralla lo observaban y deseaban que acabara de irse. Nadie lo quería; era un desterrado del festín de la vida. Volvió sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. Más allá del río vio un tren de carga serpeando hacia la estación de Kingsbridge, como un gusano de cabeza fogosa serpeando en la oscuridad, obstinado y laborioso. Lentamente se perdió de vista; pero todavía sonó en su oído el laborioso rumor de la locomotora repitiendo las sílabas de su nombre.

      Regresó lentamente por donde había venido, el ritmo de la máquina golpeando en sus oídos. Comenzó a dudar de la realidad de lo que la memoria le decía. Se detuvo bajo un árbol a dejar que murieran aquellos ritmos. No podía sentirla en la oscuridad ni su voz podía rozar su oído. Esperó unos minutos, tratando de oír. No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo.
James Joyce, "Un triste caso", Dublineses
Editorial Lumen, Barcelona, 1976, pp. 120-121



He was outcast from life's feast
by James Joyce

It was after nine o'clock when he left the shop. The night was cold and gloomy. He entered the Park by the first gate and walked along under the gaunt trees. He walked through the bleak alleys where they had walked four years before. She seemed to be near him in the darkness. At moments he seemed to feel her voice touch his ear, her hand touch his. He stood still to listen. Why had he withheld life from her? Why had he sentenced her to death? He felt his moral nature falling to pieces.

When he gained the crest of the Magazine Hill he halted and looked along the river towards Dublin, the lights of which burned redly and hospitably in the cold night. He looked down the slope and, at the base, in the shadow of the wall of the Park, he saw some human figures lying. Those venal and furtive loves filled him with despair. He gnawed the rectitude of his life; he felt that he had been outcast from life's feast. One human being had seemed to love him and he had denied her life and happiness: he had sentenced her to ignominy, a death of shame. He knew that the prostrate creatures down by the wall were watching him and wished him gone. No one wanted him; he was outcast from life's feast. He turned his eyes to the grey gleaming river, winding along towards Dublin. Beyond the river he saw a goods train winding out of Kingsbridge Station, like a worm with a fiery head winding through the darkness, obstinately and laboriously. It passed slowly out of sight; but still he heard in his ears the laborious drone of the engine reiterating the syllables of her name.

He turned back the way he had come, the rhythm of the engine pounding in his ears. He began to doubt the reality of what memory told him. He halted under a tree and allowed the rhythm to die away. He could not feel her near him in the darkness nor her voice touch his ear. He waited for some minutes listening. He could hear nothing: the night was perfectly silent. He listened again: perfectly silent. He felt that he was alone.

James Joyce, "A Painful Case", Dubliners

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