jueves, 21 de agosto de 2025

Yasunari Kawabata / Maquillaje




Yasunari Kawabata
MAQUILLAJE


    Justo frente a la ventana del baño de mi casa queda la ventana del baño de la funeraria Yanaka.
    El terreno que media entre las dos es usado como basurero por la funeraria. Arrojan allí las flores y las coronas utilizadas en los servicios.
    Aunque era mediados de septiembre, los cantos de los insectos de otoño sonaban estridentes en el cementerio y cerca de la funeraria. Les dije a mi mujer y a su hermana menor que tenía algo interesante que mostrarles y las conduje al corredor, rodeando con mis manos sus hombros, pues hacía bastante frío. Era de noche. Llegamos al final del corredor y abrí la puerta del baño: un intenso olor a crisantemos penetró de repente en nuestras narices.
    Con exclamaciones de sorpresa, las mujeres escudriñaron a través de la ventana. Afuera, la masa de crisantemos ocupaba toda la vista. Habrá aproximadamente unas veinte coronas de crisantemos blancos. Eran los restos de un funeral.
    Mi mujer, extendiendo las manos como deseosa de tomarlos, dijo que hacía años que no veía tantos crisantemos. Encendí la luz, que centelleó sobre el papel plateado que envolvía las coronas.
    Cuando trabajo hasta tarde, cada vez que voy al baño aspiro el aroma de las flores, y cada vez que estoy allí, siento cómo el cansancio provocado por la labor nocturna se disipa con la fragancia. A medida que se aproxima el amanecer, las flores se vuelven más blancas y el papel plateado más reluciente. Una vez, mientras me aliviaba, vi un canario posado sobre uno de los crisantemos. Agotado, tal vez se había desorientado y no había sabido volver a su lugar. Seguramente era uno de esos pájaros enjaulados que se sueltan en los servicios fúnebres.
    Imágenes como ésta poseen su propia belleza. Sin embargo, por esa misma ventana, también se ve cómo se pudren las flores día a día.
    Mientras escribo esto, a comienzos de marzo, veo cómo se ajan rosas rojas y modifican lentamente su color unas grandes campanillas. Vengo haciendo una cuidadosa observación del proceso. Ya son varios días.
    Sólo se trata de flores, y lo puedo afrontar. Tampoco puedo evitar ver a las personas que aparecen en el marco de la ventana. La mayoría son mujeres jóvenes. Rara vez los hombres usan el baño allí. En cuanto a las de edad, ya no son coquetas y no necesitan examinar sus rostros en el espejo del baño de una funeraria.
    Casi todas las mujeres jóvenes pasan un tiempo allí y comienzan a maquillarse. Siempre que sorprendo a una joven mujer de luto retocando su maquillaje en el baño de la funeraria, pintándose los labios con rouge, tiemblo aterrorizado como si ella tuviera la boca embadurnada con sangre que hubiera lamido de un cadáver. Hacen gala de una completa serenidad. Saben que nadie las ve pero, de todos modos, su proceder sugiere un sentimiento de culpabilidad, de estar haciendo secretamente algo impropio.
    No es que desee observar esas extrañas sesiones de maquillaje, pero las dos ventanas están enfrentadas, así que a menudo soy testigo de este tipo de conducta desconcertante. Cada vez que ocurre, precipitadamente desvío la mirada. Suele sucederme al ver mujeres perfectamente maquilladas por la calle o en una recepción, que recuerdo la imagen de aquellas otras en el baño de la funeraria. Hasta pensé escribir a todas mis amigas para rogarles que nunca usaran el toilette de la funeraria Yanaka, si es que algunas vez por casualidad debían asistir allí a alguna ceremonia fúnebre. Porque no quiero verlas convertirse en brujas.

    Pero ayer… Sorprendí a una muchacha de diecisiete o dieciocho años enjugándose las lágrimas con un pañuelo. Sollozaba transida de dolor, y sus hombros se agitaban con la pena. Entonces pareció abrumada y súbitamente se desplomó contra una de las paredes. Las lágrimas corrían copiosas y ella las dejaba deslizarse impotente.
    Yo supuse que habría ido allí para llorar tranquila y a solas, y no para retocar su rostro en secreto. Sentí cómo la íntima pena de esta joven erradicaba las emociones misóginas que las visiones de aquella ventana habían sembrado en mí.
    Pero entonces, de improviso, sacó un espejito, esbozó una sonrisa y se retiró del baño con rapidez. Fue como recibir una ducha de agua fría y casi grito.
    Esa sonrisa era absolutamente inescrutable.

1930



lunes, 18 de agosto de 2025

Yasunari Kawabata / Truenos en otoño

 



Yasunari Kawabata
TRUENOS EN OTOÑO

    En el inicio del otoño, cuando las jovencitas regresan del mar y caminan por la ciudad como finos potros de pelaje castaño, tuvo lugar nuestra ceremonia de bodas, en el salón de un hotel, con el sonido antiguo de una flauta de bambú. De repente, se vio un chispazo en la ventana y estalló un trueno, como dando por acabada la ceremonia. La cara de mi novia de diecisiete años palideció. Cerró los ojos y su cuerpo se contrajo como una bandera mojada.
    —¡Cierren la ventana y corran la cortina!
    Cuando finalizó la ceremonia, el padre de la novia dijo:
    —El miedo de mi hija a los truenos tal vez se deba a una vieja maldición.
    Y contó esta historia sobre un hijo obediente de la antigua provincia de Tanba.
    «Yoshida Shichizaemon, de la aldea de Haji en el condado de Amada, en Tanba, era tan devoto de sus padres que el señor feudal lo elogió por su piedad filial y lo eximió de pagar impuestos a la tierra. La madre de Shichizaemon tenía tal pavor a los truenos que palidecía incluso con el sonido de un tambor. Por eso, cada vez que se oía un trueno, Shichizaemon volvía corriendo a su casa sin importar dónde se encontrara o qué estuviera haciendo. En verano no se alejaba más allá de la aldea vecina. Y no sólo eso. Incluso tras la muerte de su madre, Shichizaemon corría hasta el cementerio y envolvía con sus brazos la lápida cada vez que oía el sonido de un trueno.
    »Una noche, durante una tormenta, cuando estaba acurrucado sobre la lápida, abrazándola, murió fulminado por un rayo. Al día siguiente el cielo estaba despejado y resplandeciente. Pero cuando uno de los aldeanos intentó retirar el brazo de Shichizaemon de la piedra, éste se rompió en pedazos. Su negro cuerpo carbonizado era una silueta de cenizas que se deshizo cuando la tocaron. Evidentemente había sido un error intentar apartar al obediente Shichizaemon de la lápida de su madre. Una vieja recogió un dedo que estaba caído y se lo guardó dentro de una manga. Se inclinó y dijo: “Voy a dárselo de comer a mi desconsiderado y atolondrado hijo”.
    »Otros aldeanos también empezaron a recoger partes del cuerpo.
    »Las cenizas fueron pasadas de generación en generación como un tesoro familiar. De niño mi madre me dio a comer algunas. Y me pregunto si es por eso que yo —y esta hija— les tememos a los truenos».
    —¿A tu hija también —me referí a mi mujer como lo había hecho su padre— le diste algunas?, ¿también a ella?
    —No, no tuve esa precaución. Pero si tus padres quieren darle un poco, se las enviaré en un paquetito.
    En nuestra nueva casa en las afueras de la ciudad, donde todo es nuevo, cuatro grillos pegan un salto desde el flamante tocador de mi esposa, todavía cubierto con una funda blanca. Mi esposa tiene la misma levedad de verano que un ramo de lilas. Y entonces, una vez más, un violento trueno estalla como si el propio verano quisiera aniquilarse. Al aferrar a mi pequeña esposa encogida, lo que primero siento a través de su piel es algo en su interior que es como de madre. ¿Quién podrá garantizarme que no me convertiré en un cadáver carbonizado por abrazar esta cálida y suave lápida?
    Destella un relámpago. Y retumba sobre el techo un trueno que parece convertir nuestra cama matrimonial en una cama mortuoria.
    —¡La cortina, corre la cortina!

1928



jueves, 14 de agosto de 2025

Yasunari Kawabata / Mañana para uñas

 



Yasunari Kawabata
MAÑANA PARA UÑAS

    Una muchacha pobre vivía en una habitación alquilada en el segundo piso de una casa miserable. Esperaba casarse con su prometido, pero todas las noches un hombre distinto pasaba por su habitación. El sol matinal no entraba en esa casa. La joven lavaba la ropa cruzando la puerta de atrás, calzada con unos zuecos masculinos de madera ya muy gastados.
    Todas las noches los hombres hacían la misma pregunta:
    —¿Qué pasa? ¿No hay mosquitero aquí?
    —Lo siento. Me quedaré despierta toda la noche para espantarlos. Le ruego que me disculpe.
    La muchacha, con cierto nerviosismo, encendía una espiral verde contra los mosquitos, y luego apagaba la lámpara. Fijando la vista en el tenue resplandor, intentaba recordar su infancia. Nunca dejaba de apantallar el cuerpo de los hombres. Soñaba con agitar alguna vez un abanico.
    Ya se iniciaba el otoño.
    Un viejo subió a la habitación del segundo piso. Era un caso infrecuente.
    —¿No vas a colocar un mosquitero?
    —Lo siento. Me quedaré despierta toda la noche y los espantaré. Por favor, disculpe.
    —Aguárdame un momento —dijo el viejo y se puso de pie.
    La muchacha intentó retenerlo tirando de su manga.
    —Mantendré alejados a los mosquitos hasta el amanecer. No dormiré.
    —Ya vuelvo.
    El viejo descendió la escalera. Con la llama de la lámpara, la joven encendió la espiral. Sola en la habitación demasiado iluminada, le resultó imposible rememorar la infancia.
    El viejo volvió al cabo de una hora. La muchacha se incorporó de un salto.
    —Qué suerte que por lo menos han quedado en el techo esos ganchos para la red.
    El viejo colgó una pieza de tul inmaculada en la miserable habitación. La muchacha se metió dentro de ella. Y al quitarse la ropa y extenderla fuera del mosquitero, su corazón latió agitado por un sentimiento refrescante.
    —Sabía que usted regresaría, por eso lo esperaba con la lámpara encendida. Me gustaría observar este mosquitero tan blanco durante unos instantes más con esta luz.
    Pero la muchacha cayó en un sueño muy profundo, algo que había necesitado durante meses. Ni siquiera se dio cuenta de en qué momento el viejo dejó la habitación.
    Se despertó con el llamado de su prometido:
    —Eh, eh… Después de tanto tiempo, finalmente podremos casarnos mañana… Qué hermoso es este mosquitero. Con sólo mirarlo me siento más ligero.
    Lo descolgó mientras decía eso y le pidió que saliera de allí. Lo extendió y la hizo sentar encima.
    —Siéntate sobre el tul. Se lo ve como un loto gigante resplandeciente. Y la habitación se vuelve límpida… como tú.
    El roce de la tela nueva la hizo sentirse como una novia.
    —Voy a cortarme las uñas de los pies.
    Sentada sobre el nuevo mosquitero que llenaba la habitación, la muchacha empezó a cortarse candorosamente las uñas tanto tiempo descuidadas.

1926



viernes, 8 de agosto de 2025

Yasunari Kawabata / Ciudad portuaria


Yasunari Kawabata
Ciudad portuaria

 
    Esta ciudad portuaria es curiosa.
    Respetables amas de casa y muchachas van a la posada, y durante todo el tiempo de permanencia de un huésped, alguna de ellas pasará toda la noche con él. Desde que se levante, en el almuerzo y las caminatas, ella estará a su lado. Parecerán una pareja en su luna de miel.
    Sin embargo, cuando él le diga que quiere llevarla a una posada de aguas termales, la mujer ladeará la cabeza pensativa. Y si le propone alquilar una casa en la ciudad, ella, si es joven, le dirá casi feliz:
    —Seré tu mujer. Pero si no es por mucho tiempo. A lo sumo por un año o seis meses.
    Esa mañana, el hombre se apresuraba a empacar sus cosas para partir en barco. La mujer, mientras lo ayudaba, dijo:
    —¿Escribirías una carta por mí?
    —¿Ahora?
    —Ya no soy tu mujer, así que no importa. Durante todo el tiempo que estuviste aquí, me mantuve a tu lado, ¿no fue así? No he hecho nada malo. Pero ahora ya no soy tu mujer.
    —¿De veras es así?
    Escribió la carta a un hombre por ella. Era, obviamente, un hombre que, como él, había pasado medio mes con la mujer en la posada.
    —¿Me enviarías una carta también a mí, una mañana en que algún otro se embarque, cuando ya no seas su mujer?


1924





martes, 5 de agosto de 2025

Khalil Gibran / El loco

 

Charle Goodall
The Moving Face


Khalil Gibran 
EL LOCO

Un día, mucho antes de que nacieran los dioses, desperté de un profundo sueño y descubrí que me habían robado todas mis máscaras -si; las siete máscaras que yo mismo me había confeccionado, y que llevé en siete vidas distintas-; corrí sin máscara por las calles atestadas de gente, gritando:

-¡Ladrones! ¡Ladrones! ¡Malditos ladrones!

Hombres y mujeres se reían de mí, y al verme, varias personas, llenas de espanto, corrieron a refugiarse en sus casas. Y cuando llegué a la plaza del mercado, un joven, de pie en la azotea de su casa, señalándome gritó:

-Miren! ¡Es un loco!

Alcé la cabeza para ver quién gritaba, y por vez primera el sol besó mi desnudo rostro, y mi alma se inflamó de amor al sol, y ya no quise tener máscaras. Y como si fuera presa de un trance, grité:

-¡Benditos! ¡Benditos sean los ladrones que me robaron mis máscaras!

Así fue que me convertí en un loco.