martes, 24 de junio de 2025

Erica Jong / 117 sicoanalistas




Erica Jong
117 SICOANALISTAS

Había 117 psicoanalistas en el vuelo de la Pan Am a Viena, y yo había sido paciente por lo menos de seis de ellos. Y me había casado con el séptimo.

Erica Jong
Miedo a volar
Círculo de Lectores, Bogotá, 1984, p. 15




117 PSYCHOANALYSTS
by Erica Jong

There were 117 psychoanalysts on the Pan Am flight to Vienna and I’d been treated by at least six of them. And married a seventh. 

Fear of flying by Erica Jong




lunes, 2 de junio de 2025

Silvina Ocampo / Los mastines del templo de Adrano

 





Silvina Ocampo
LOS MASTINES DEL TEMPLO DE ADRANO


    Los sagrados mastines, ministros y sirvientes de Adrano, son más hermosos que los perros de Molosia. El templo donde viven, en Adrano, nunca es demasiado claro ni demasiado oscuro: una luz celeste o dorada se filtra por los vidrios de la cúpula. El lujo del templo no consiste en los adornos o en las proporciones del edificio, como algunos creen, sino en sus famosos reflejos. Durante el día los mastines reciben, atienden y acompañan a la gente que visita el altar y el bosque; pero de noche guían con bondad a los que, embriagados a veces, vacilan por la senda, para llegar a sus casas; castigan, rompiéndoles los vestidos, a los que en el camino se deleitan en groseras travesuras; desmembran con ferocidad a los que se dedican a robar o a cometer otros delitos.

    Más les hubiera valido a Helena y a Cristóbal, el día que visitaron el templo, no haberse enamorado. Fue a la hora del atardecer. La luz celeste que se filtra por los vidrios de la cúpula iluminaba los dos rostros conmovidos. Se amaron. Al volver, aquella noche, escoltados por los mastines, deslumbrados por las estrellas, por el amor que los unía, no sabiendo cómo expresar la alegría que les embargaba el alma, rieron como niños, con esos juegos tan cándidos y ruidosos del amor, que consiste en enojarse y desenojarse por todo y por nada. Entraron en una cabaña abandonada para echarse en los brazos el uno del otro como amantes. Los mastines, inquietos, los miraban: a ellos también, cuando estaban cansados, cualquier lugar les servía de lecho.
    Pero algo insólito sucedía: la pareja no dormía: arrullaba como una horrible paloma delictuosa. Una extraña risa, que parecía un llanto, brotaba de las gargantas. Los mastines saltaron sobre los enamorados y les desgarraron las vestiduras. Con un cuchillo Cristóbal defendió a Helena. Los mastines heridos se enardecieron y los destrozaron. Siempre unidos, los dos enamorados cayeron al suelo, muertos. Entonces, como entendiendo que habían cometido un crimen, los mastines rodearon a la pareja y levantaron las cabezas hacia el cielo sin luna y aullaron hasta la hora en que salió el sol y no volvieron al templo, donde los esperaban.


domingo, 1 de junio de 2025

Silvina Ocampo / La soga

 



Silvina Ocampo

La soga


    A Antoñito López le gustaban los juegos peligrosos: subir por la escalera de mano del tanque de agua, tirarse por el tragaluz del techo de la casa, encender papeles en la chimenea. Esos juegos lo entretuvieron hasta que descubrió la soga, la soga vieja que servía otrora para atar los baúles, para subir los baldes del fondo del aljibe y, en definitiva, para cualquier cosa; sí, los juegos lo entretuvieron hasta que la soga cayó en sus manos. Todo un año, de su vida de siete años, Antoñito había esperado que le dieran la soga; ahora podía hacer con ella lo que quisiera. Primeramente hizo una hamaca, colgada de un árbol, después un arnés para caballo, después una liana para bajar de los árboles, después un salvavidas, después una horca para los reos, después un pasamanos, finalmente una serpiente. Tirándola con fuerza hacia adelante, la soga se retorcía y se volvía con la cabeza hacia atrás, con ímpetu, como dispuesta a morder. A veces subía detrás de Toñito las escaleras, trepaba a los árboles, se acurrucaba en los bancos. Toñito siempre tenía cuidado de evitar que la soga lo tocara; era parte del juego. Yo lo vi llamar a la soga, como quien llama a un perro, y la soga se le acercaba, a regañadientes, al principio, luego, poco a poco, obedientemente. Con tanta maestría Antoñito lanzaba la soga y le daba aquel movimiento de serpiente maligna y retorcida, que los dos hubieran podido trabajar en un circo. Nadie le decía: «Toñito, no juegues con la soga».
    La soga aparecía tranquila cuando dormía sobre la mesa o en el suelo. Nadie la hubiera creído capaz de ahorcar a nadie. Con el tiempo se volvió más flexible y oscura, casi verde y, por último, un poco viscosa y desagradable, en mi opinión. El gato no se le acercaba y a veces, por las mañanas, entre sus nudos, se demoraban sapos extasiados. Habitualmente, Toñito la acariciaba antes de echarla al aire; como los discóbolos o lanzadores de jabalinas, ya no necesitaba prestar atención a sus movimientos: sola, se hubiera dicho, la soga saltaba de sus manos para lanzarse hacia adelante, para retorcerse mejor.
    Si alguien le pedía:
    —Toñito, prestame la soga.
    El muchacho invariablemente contestaba:
    —No.
    A la soga ya le había salido una lengüita, en el sitio de la cabeza, que era algo aplastada, con barba; su cola, deshilachada, parecía de dragón.
    Toñito quiso ahorcar un gato con la soga. La soga se rehusó. Era buena.
    ¿Una soga, de qué se alimenta? ¡Hay tantas en el mundo! En los barcos, en las casas, en las tiendas, en los museos, en todas partes… Toñito decidió que era herbívora; le dio pasto y le dio agua.
    La bautizó con el nombre de Prímula. Cuando lanzaba la soga, a cada movimiento, decía: «Prímula, vamos. Prímula». Y Prímula obedecía.
    Toñito tomó la costumbre de dormir con Prímula en la cama, con la precaución de colocarle la cabecita sobre la almohada y la cola bien abajo, entre las cobijas.
    Una tarde de diciembre, el sol, como una bola de fuego, brillaba en el horizonte, de modo que todo el mundo lo miraba comparándolo con la luna, hasta el mismo Toñito, cuando lanzaba la soga. Aquella vez la soga volvió hacia atrás con la energía de siempre y Toñito no retrocedió. La cabeza de Prímula le golpeó en el pecho y le clavó la lengua a través de la blusa.
    Así murió Toñito. Yo lo vi, tendido, con los ojos abiertos.
    La soga, con el flequillo despeinado, enroscada junto a él, lo velaba.


Silvina Ocampo

Los días de la noche (1970)