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Fotografía de Katerina Bodrunova |
Alice Munro
Mi hermana
Sin embargo ahora ha pasado algo. Ahora que mis hijos son adultos, que mi esposo se ha jubilado y los dos viajamos mucho, tengo la sensación de que a veces veo a Queenie. No es que la vea por la fuerza de un deseo o un empeño particular; tampoco que me convenza de que realmente es ella.
Una vez fue en un aeropuerto atestado y ella llevaba un sarong y un sombrero de paja con guirnalda de flores. Bronceada y entusiasta, con aspecto de rica, rodeada de amigos. Otra vez estaba entre unas mujeres, a la puerta de una iglesia, espiando una boda. Llevaba una manchada chaqueta de ante y no parecía próspera ni contenta. Una vez más, en una bocacalle, esperaba la luz verde para cruzar una fila de parvulario camino del parque o la piscina.
La última ocasión y la más rara fue en un supermercado de Twin Falls (Idaho). Al doblar una esquina, llevando las pocas coas que había comprado para un picnic, me topé con una anciana apoyada en su carrito como si me estuviera esperando. Una viejecita llena de arrugas, de boca torcida y piel amarronada e insalubre. El pelo hirsuto y amarillento, los pantalones violeta subidos hasta el bulto de la panza: una de esas mujeres que de todos modos, con la edad, han perdido la cintura. Los pantalones bien podían ser de una tienda de segunda mano, y lo mismo el jersey de colores alegres, pero apelmazado y encogido, abotonado sobre un pecho de niña de diez años.
El carrito estaba vacío. La mujer ni llevaba bolso.
Y al contrario que las anteriores, ésta parecía saber que era Queenie. Me sonrió con tal alegría de reconocer, y tal ansia de ser reconocida, que se habría dicho que era un acontecimiento, el momento que le concedían un día entre mil, cuando la dejaban salir de las sombras.
Lo único que hice yo fue estirar la boca con una cordialidad impersonal, como ante una solitaria desconocida, y seguir mi camino a la caja.
Luego, en el aparcamiento, le dije a mi marido que había olvidado algo y volví corriendo. Busqué en todos los pasillos. Pero en ese lapso ínfimo la viejecita se había desvanecido. Tal vez hubiera salido justo después de mi; tal vez ya andaba por las calles de Twin Falls, a pie, o en un coche conducido por un pariente o un vecino. Podía incluso conducir ella misma. Existía la posibilidad, sin embargo, de que siguiera en el supermercado y entre pasillo y pasillo nos desencontráramos. Me encontré yendo de un lado a otro, temblando en la atmósfera glacial del aire refrigerado, escrutando las caras, asustando quizás a la gente con el ruego silencioso de que me dijeran dónde estaba Queenie.
Hasta que entré en razón y me convencí de que no era posible, de que, fuera quien fuese, Queenie me había dejado atrás.
Alice Munro
“Queenie”
Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio
RBA, Barcelona, 2003, pp.218-219.